A estas alturas nadie debería llamarse a engaño: sabemos con certeza que si seguimos navegando con los vientos dominantes, al final del sexenio de López Obrador habrá crisis económica y violencia electoral. No hace falta una esfera de cristal: basta abrir los ojos. Ninguno de los datos disponibles augura la estabilidad y el crecimiento prometidos. Por el contrario, la inflación está medrando sobre el consumo y los salarios, los recursos públicos están comprometidos y los fondos de reserva están mermados. Aquí no hay otros datos: México no está creciendo, ni redistribuyendo ni estabilizando.
Pero si la política es la expresión concentrada de la economía (Lenin dixit), los conflictos que barruntan en el horizonte seguramente se verán exacerbados por la estrategia electoral de este gobierno, que ha decidido derrumbar al INE. La cosa no puede ser más simple: los resultados de los comicios venideros serán desconocidos por el jefe del Estado y su partido mientras el órgano electoral no esté en sus manos y no asegure sus victorias. Lo vimos con absoluta nitidez el pasado 10 de abril: Morena no es un partido democrático ni por dentro ni por fuera. Es un aparato diseñado para ganar y mantener el mando del país en torno de su líder. Por eso no se moverán un ápice de la versión prefabricada según la cual el INE hace fraudes.
Para cualquiera que sume dos más dos, es evidente que el gobierno no está dispuesto a someterse al veredicto de las urnas en una contienda equitativa, sino a usarlas cada vez que lo considere necesario para afirmar su fuerza. Quiere al INE como una oficina de legitimación política y mientras no la tenga, repetirá una y otra vez que los procesos electorales están diseñados para traicionar la voluntad del pueblo. Lo dijo incluso tras ganar el plebiscito de revocación, porque los números no le parecieron suficientes: no había que vencer sino aplastar.
Ya no habrá tiempo ni recursos para modificar dramáticamente el destino de nuestra economía hacia el final de este sexenio y tampoco para demostrar que los resultados entregados por la 4T pueden compararse con los grandes momentos de la historia. Así que para salir del paso, habrá palabras y lealtades: muchas palabras enconadas y muchos intereses anudados para justificar la siguiente etapa del proyecto en curso: el de la continuidad a toda costa y a pesar de todo.
Si en el camino logran controlar al INE, el padrón electoral y las credenciales entregadas habrán pasado por el filtro de Gobernación, la integración de las casillas por el visto bueno de los jefes políticos de plaza, el dinero para la campaña habrá fluido con generosidad de los diezmos burocráticos y de los presupuestos públicos y los resultados, por la criba necesaria de consejos designados para obedecer. Y si no, habrá conflicto: así lo ordena el guion grabado en piedra.
Lo que no sabemos es qué surgirá de ahí. Afirmar que el método de roza, tumba y quema traerá una mejor cosecha para la siguiente temporada supone que no habrá viento en contra y que el incendio estará bajo control. Pero nada de eso puede asegurarse, pues sería la primera vez que la revuelta habría nacido desde el seno del Estado bajo circunstancias aún impredecibles.
Sin embargo, el único que podría cambiar el desenlace de esta trama es quien la concibió: ya no lo harán sus partidarios exaltados ni tampoco sus adversarios agraviados. La polarización ha sido un éxito, pero nadie ha escrito el último capítulo. La violencia que se anuncia en 27 meses tiene un solo antídoto que, sin embargo, tendría que destilarse del veneno que la propició. ¿Pero alguien se imagina al presidente renunciando a su papel de comandante de las fuerzas revolucionarias, para asumir por fin el de jefe del Estado?