Llegó con la promesa de generar una transformación histórica equiparable a la gesta de la Independencia, a la Reforma liberal del siglo XIX o a la Revolución Mexicana. Nada menos. Le puso nombre a la epopeya: sería la Cuarta Transformación de la República. La cuarta, dijo, porque en ese imaginario no tenía cabida el larguísimo proceso de transición política que comenzó al final del siglo XX y que, a pesar de todo, hizo posible su llegada pacífica al poder. Nada que viniera de la noche del neoliberalismo sería recuperado. No habría ningún matiz ni concesión ni renuncia ni regreso. Tenía que ser genuinamente heroica para llevar a su líder a las mismas páginas donde se escriben los nombres de Morelos, Hidalgo, Juárez, Madero y Cárdenas: así como lo sugirió desde el principio el nuevo logotipo del gobierno.

En otros lugares he observado, sin embargo, que ninguno de esos héroes eligió sus circunstancias ni diseñó los escenarios donde actuaron: no se propusieron ser íconos de la historia nacional, sino que lo fueron por la firmeza de sus convicciones y por las decisiones que fueron tomando sobre la marcha. La historia no es nunca el producto de una sola voluntad sino una combinación fortuita de situaciones y personas: nadie elige el tiempo en que ha de vivir ni tampoco los desafíos que ha de enfrentar. Por eso, la diferencia entre el personaje heroico y el anodino es el sentido de oportunidad y la reacción inequívoca ante los retos que deben enfrentarse. Los grandes hacedores de la historia fueron, primero, grandes lectores de su entorno: entendieron los momentos que vivían y se adaptaron a ellos. Nunca quisieron doblegar la realidad a golpe de palabras sino afrontarla con hechos, inteligencia y decisión.

Por nuestra parte, tenemos que cobrar conciencia de que al volver de la pandemia ya no seremos los mismos, ni la situación que viviremos será igual. Observo al menos cuatro razones para hacer esta afirmación: la economía estará en crisis; no sólo habrá dejado de crecer, sino que se habrá producido una devaluación y, muy probablemente, habrá una consecuencia inflacionaria. Este escenario ya es inevitable. Como secuela de esa crisis habrá menos recursos para invertir y redistribuir: se habrán perdido empleos y habrá que remontar un nuevo ciclo de pobreza para quienes tienen menos y una mayor desigualdad social. Ninguno de esos efectos podrá mitigarse por completo repartiendo dinero del erario público, no sólo porque el presupuesto tendrá que ser ajustado nuevamente, sino porque esa nueva corriente de pobreza y desigualdad vendrá de la caída del empleo, de la pérdida del poder adquisitivo, del cierre de empresas y la caída del consumo.

No escribo profecías apocalípticas: describo los hechos que debemos afrontar al volver del aislamiento obligado por el Coronavirus. E imagino que dadas esas circunstancias tendremos que lidiar con la combinación de la desesperanza y la desesperación (esas hermanas abandonadas por la misma madre) que, como ya estamos empezando a ver, alimentarán el encono social, los reclamos iracundos y las muchas violencias que, ya de suyo, nos han venido agobiando desde hace muchos años. Y el Estado (la última razón que enlisto) no podrá hacer frente a esos desafíos repitiendo lo mismo que ha venido haciendo, porque los enemigos han cambiado y esta vez son globales y sumamente poderosos.

Ahora sí, señor presidente, es hora de sacar la casta. Nunca fue más cierto que “por el bien de todos, primero los pobres”. Pero nunca fue más importante reaccionar con flexibilidad ante los hechos que nos desafían y no confundir el coraje con la ira, ni la prudencia con la cobardía, ni la tenacidad con la necedad. ¿Quería ser Juárez? Pues ahí lo tiene: es ahora cuando necesitamos que el jefe del Estado se crezca a esos tamaños. Ahora o nunca.

Investigador del CIDE

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