El presidente no ve reglas ni instituciones, sino personas rebeldes o sumisas. Desde su mirador, la Suprema Corte de Justicia de la Nación es un grupo de ocho o nueve ministros rijosos y nada más; el INE no es un órgano autónomo, sino consejeras y consejeros que lo interpelan o lo obedecen; el Inai no es una institución diseñada para evitar que la información pública sea negada, sino comisionadas y comisionados que se ponen de acuerdo. Y, en esa lógica, la presidencia no es la cabeza del Ejecutivo sino su territorio político personal.

Para el presidente, las leyes no son reglas del juego asumidas para imprimir certeza y concierto a la convivencia civilizada, sino instrumentos de poder: no importa tanto su contenido, cuanto la fuerza que otorgan a ciertos grupos o algunas personas responsables de hacerlas cumplir. Así, romper esas reglas no equivale a quebrantar el acuerdo fundacional y democrático del país, pues para él son trampas que deben saltarse. Cuando mandó al diablo a las instituciones, lo hizo a conciencia: son “sus instituciones”, aclaró, para subrayar que no las reconoce como propias ni se siente obligado por ellas. Serán respetables, acaso, cuando reflejen su voluntad y estén encarnadas por personas que sean leales a su propuesta.

Por eso está proponiendo que se elijan ministros, consejeros, magistrados, comisionados y todo lo demás. No entiende la diferencia entre las funciones de Estado y la distribución temporal de la representación popular —sobre la base de programas políticos que se disputan los votos periódicamente para expresar y actualizar la diversidad nacional—. Como para él no existen las reglas ni los anclajes para darle certeza y sentido de largo plazo a las funciones sustantivas del Estado sino personas empoderadas, insiste en que todas ellas respondan solo a los aparatos políticos que ganan las elecciones: todos alineados y militantes del partido mayoritario.

Según ese razonamiento, si la gente cambia de opinión porque aparecen nuevos problemas, porque se siente engañada por el partido que ganó los comicios previos o porque confía en una nueva propuesta, tendría que volverse a elegir a todos los funcionarios, una y otra vez. Si la fuerza política que ganó las elecciones perdiera la mayoría —concediendo que las elecciones fueran limpias— ninguno de los poderes tendría legitimidad para seguir operando. Así que, con cada nueva elección, tendría que elegirse a todos al mismo tiempo, incluyendo quizás a los servidores públicos de alto rango y también a los generales y los almirantes de las fuerzas armadas. ¿Y por qué no ratificarlos o cambiarlos en cualquier momento, con el mismo método? Si el pueblo pone y el pueblo quita, ¿para qué tener plazos en los nombramientos?

Supongo que el presidente desconfía de las instituciones de Estado porque no le obedecen. No concibe que se opongan al hombre que obtuvo en 2018 el respaldo de la mayoría popular que es, desde su punto de vista, la única medida que importa. Explicarle que son funciones de Estado es inútil: son personas y a las personas hay que someterlas al proyecto que él mismo ha concebido como el único deseable para el país. Todo lo demás es basura institucional que debe barrerse. Hay que poner leales y punto.

¿Pero encarna el presidente a la mayoría? No. En 2021 la oposición tuvo dos millones de votos más que Morena y en el plebiscito de ratificación, apenas lo apoyó la mitad de quienes lo llevaron a la presidencia. Bien contados, los números ya no cuadran. Pero no importa porque ya hay plan C: pasar por encima de las leyes y las instituciones con el aliento que todavía queda y con el respaldo de los poderes fácticos, para cambiar a todos los funcionarios desleales y poner a los suyos. Ese será el final del sexenio.

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