La idea según la cual restar recursos a las instituciones ayuda a combatir la corrupción es tan imprecisa como suponer que añadir reglas y procedimientos equivale a fortalecer el estado de derecho. Ambas falacias quedaron de manifiesto en el V Congreso Nacional de Transparencia y Rendición de Cuentas Municipales (que concluyó el viernes pasado, en la Universidad de Guadalajara) donde se reveló, entre muchas otras cosas, que las primeras oficinas que sacrifican los gobiernos cuando les faltan los dineros son, precisamente, las encargadas del control interno.
Sin duda, la austeridad es un propósito siempre laudable, pero suponer que es el antídoto contra la corrupción es un error. Como diría el filósofo de Güémez: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Restar recursos a los municipios no los ha hecho más honestos sino menos cumplidores con las reglas de la transparencia y de la rendición de cuentas. De hecho, la mayoría no tiene estructuras de control o las tiene sólo para cubrir las apariencias, con una sola persona; muchos carecen de procesos para garantizar el acceso público a sus gastos; casi ninguno cuenta con archivos ordenados; y tampoco disponen de personal capacitado para afrontar esas tareas. Sometidos a la precariedad presupuestaria y agobiados de pasivos, han preferido financiar servicios públicos, hacer obras vistosas y sufragar salarios, y han puesto los sistemas diseñados para fortalecer la transparencia y combatir la corrupción al final de sus listas de prioridades.
En esas condiciones es inútil añadir más normas o nuevos procedimientos para que los municipios demuestren que no están medrando con los recursos públicos. No los cumplirían porque no tienen dinero y porque no les conviene. ¿Para qué gastar en esos temas si pueden evitarlo y nadie les castiga por el incumplimiento de esas leyes? Así que prefieren mantener los programas (dizque) sociales para allegarse de clientelas, atender servicios hasta donde alcanza y lucirse con algunas obras. El clásico del viejo régimen decía: “mientras más obra, más sobra” y hoy, en buena parte de los municipios mexicanos, eso sigue siendo lamentablemente cierto.
Sin medios para rendir cuentas y con una regulación alambicada, en el encuentro nacional del que hablo se aconsejó que, para no resignarse al saqueo hormiga (o elefante) que sigue medrando con los recursos públicos sin dar cuenta suficiente de su uso y de sus resultados, habría que exigir lo más simple posible: 1. Dado que los recursos casi siempre se manejan en bancos (salvo muy contadas excepciones) los estados de cuenta generados por el sistema financiero tendrían que ser públicos en tiempo real, incluyendo cada uno de sus movimientos;
2. Ya que buena parte de ese dinero se transfiere también por medios electrónicos, habría que publicar todas las constancias de esas transferencias; y 3. Tomando en cuenta que siempre se firman recibos contra la entrega del dinero (recibos de cualquier índole, físicos o electrónicos), habría que publicarlos. Nada de eso es imposible ni añadiría un solo gasto adicional a los gobiernos del país, pues se trata de información que ya existe.
De ahí en más, sería la gente —organizaciones, academia, periodistas o quien quiera— quien podría suplir y sancionar la ausencia de archivos, de oficinas de control interno y de sistemas de información pública, en el entendido simple y claro de que no es aceptable, de ningún modo, seguir fingiendo que la corrupción se está acabando gracias a la austeridad y a la promulgación de leyes que casi nadie cumple.
Una exigencia que, dicho sea de paso, no solo debería ser válida para controlar la corrupción municipal sino la de los otros dos niveles de gobierno en México que, como ya sabemos, dicen más de lo que hacen.