La vulneración de los derechos fundamentales obedece, en cualquier parte del mundo, a dos fenómenos que parecen opuestos: la prepotencia y la impotencia. De un lado, ocurre por los abusos cometidos por los aparatos burocráticos, políticos y de seguridad del Estado; y, de otro, por la incapacidad de las administraciones públicas y del sistema de justicia para garantizarlos y honrar sus propósitos.
Paradójicamente, ambos defectos se refuerzan recíprocamente: mientras mayor es la impotencia de los gobiernos para salvaguardar a los gobernados, mayor es la prepotencia con la que actúan quienes van capturando al Estado, y viceversa. Este binomio es la referencia obligada para evaluar con exactitud las capacidades de las instituciones políticas (léase: las que existen para asegurar la convivencia pacífica de una sociedad) y para reconocer la fortaleza o la debilidad de un Estado. Y aun con distintos nombres, ese binomio maldito también explica la causa eficiente de la corrupción y de las desigualdades sociales.
Un Estado impotente para contener y someter a los prepotentes es un Estado fallido. Por eso se equivocan quienes buscan un equilibrio entre esos dos síntomas: ni tanta prepotencia ni tanta impotencia. No. No es así. La fórmula correcta es que no existan ni una ni otra sin matices ni concesiones. La impotencia es la hermana mayor de la impunidad; y la prepotencia, de todas las formas de arbitrariedad que conviven entre nosotros; pero su madre es la captura de las instituciones por los grupos que las ponen al servicio de sus intereses políticos o económicos o de ambos.
Cada vez que se mina la capacidad del Estado para garantizar los derechos, se le abre la puerta a la impunidad; y cada vez que eso ocurre, se pavimenta el camino de los abusos que cometen los prepotentes y se produce una espiral darwinista, en la que solo sobreviven los más poderosos, los más violentos y los más ricos. No sólo avanzan los criminales organizados apoderándose de los pueblos que van conquistando —como si fueran señores feudales ensanchando sus territorios y combatiendo a quienes se los disputan—, sino los partidos que construyen clientelas a cambio de puestos y presupuestos públicos, los empresarios que van comprando voluntades políticas para hacer crecer sus negocios (jugando el papel de la víctima que se entrega a la extorsión de los funcionarios) y los lideres políticos cuya fuerza se mide por la debilidad de sus adversarios. Es la guerra de todos contra todos y a la vista de todos, mientras las multitudes corean: “¡Córtenles la cabeza!¡Córtenles la cabeza!”.
Esos dos defectos mezclados no son los signos de un Estado moderno sino los rasgos característicos de una poliarquía medieval, instalada en un reino donde los señores van calculando día a día sus alianzas o sus rebeldías con el monarca que preside la corte. ¿Es necesario probarlo? Es fácil: ahí donde las personas y los grupos organizados pesan más que las leyes y las instituciones; ahí donde los nombres propios y las voluntades políticas o económicas prevalecen sobre el derecho; ahí donde no existe un marco jurídico básico para resolver los conflictos y garantizar que la vida de todos tenga un piso mínimo de certeza, ahí tampoco hay un Estado moderno consolidado.
Ya va siendo hora de que cambiemos las coordenadas con las que estudiamos y discutimos la realidad que estamos viviendo. Ni los sueños democráticos que alguna vez albergamos y perseguimos, ni las palabras que se pronuncian desde el palacio que habita el rey bueno, nos sirven para explicar y afrontar la impotencia y la prepotencia que nos están agobiando. Es preciso dar dos pasos atrás y volver a pensar cómo se construye un Estado nación capaz de garantizar los derechos, sin añadir más violencia.