Dicen que no había alternativa: que solo quedaban los militares para mitigar la inseguridad que recorre el país. Dicen que ellos sí saben y sí pueden, pero necesitaban más tiempo, más recursos, más respaldo legal y más apoyo político. Dicen que son más honestos, más eficaces y más respetuosos de los derechos humanos que cualquier otro cuerpo de servidores públicos y que comparten un conjunto superior de valores patrióticos y sociales. Es la misma tesis que esgrimió el PAN cuando gobernó Calderón y la que hizo suya el último gobierno del PRI.

Parece un callejón sin salida: mientras más miedo tenemos, más alegatos se añaden a la creciente intervención de los militares; como si la violencia desatada durante los dos sexenios pasados y los primeros cuatro de este gobierno hubiese creado las condiciones que eran indispensables para cerrar ese ciclo y, de una vez, dejar bien asentada la premisa para los próximos años: la seguridad será cosa de militares —eso dicen— o no será. Que nadie se alarme —nos piden—, pues mientras la persona titular del Ejecutivo sea civil, los militares obedecerán a su Comandante Supremo.

Acumulamos ya 16 años de este debate y ninguno de los tres gobiernos que han sostenido esa tesis ha querido escuchar otra. Atrapados entre la impotencia y la prepotencia han optado por transferir la responsabilidad a las fuerzas armadas que, a fin de cuentas —como sostuvo López Obrador desde antes de llegar al poder—, ya le cuestan mucho al erario y ya están entrenadas. ¿Para qué entonces explorar otras salidas viables para devolverle la paz al país? Lo que importa es formular la promesa de que, ahora sí, los criminales serán derrotados. Algún día.

A la mitad del sexenio de Calderón hubo un diálogo simulado sobre la estrategia de seguridad, que terminó mal. Quienes participamos de aquellas jornadas convocadas en el Castillo de Chapultepec pusimos sobre la mesa toda la evidencia histórica y comparada que acreditaba el error que se cometía. Recuerdo con nitidez que Felipe Calderón debatió con fiereza cada argumento y, en un momento de ira y exasperación, interrumpió a Eduardo Guerrero mientras éste le mostraba los datos sobre el incremento de la violencia entre cárteles y pronosticaba que, de seguir por la misma ruta, las cosas se pondrían peor. El académico no sólo tenía razón sino que se quedó corto; pero nadie podía prever entonces que al cabo de 16 años, esa estrategia fallida alcanzaría la cumbre.

En julio pasado, le propusimos al presidente López Obrador que convocara a una Conferencia Nacional de Paz para buscar alternativas (civiles, solidarias, participativas y abiertas) a la exacerbación de los agravios que se entrelazan en México. Somos muchos los que creemos que la paz no es solo la ausencia de violencia, ni se mide solamente por la disminución de los crímenes, a golpes de fuerza. La paz no se construye de arriba hacia abajo, ni se refrenda con armas; tampoco es, únicamente, una cuestión de reparto de fondos públicos. La paz es el producto de la armonía y de la conciencia sobre nuestros lazos comunes; es el respeto al derecho ajeno; y es, también, la comunión de valores como la solidaridad, la responsabilidad y la tolerancia: el amor al prójimo y el rechazo a la cultura del odio en cualquiera de sus manifestaciones. Se afinca en la verdad, en la justicia, en la reparación y en la no repetición de las injusticias. La paz es un bien colectivo y una forma de vida.

Nunca fue más urgente convocar a una Conferencia Nacional de Paz, donde nos escuchemos todas y todos. Si el presidente López Obrador se niega a atenderla —como lo hizo Calderón en aquel momento—, habrá que intentarlo de todos modos, pues como él mismo afirma: la libertad no se pide sino que se conquista.

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Investigador de la Universidad de Guadalajara

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