Las razones que llevaron al presidente López Obrador a sustituir a la persona titular de la Secretaría de la Función Pública son desconocidas. Nadie sabe a ciencia cierta el motivo de esa decisión más allá de las conjeturas que se han enhebrado en los medios y en las redes: que si hubo una traición por el caso de Salgado Macedonio, que si el presidente le perdió confianza por su patrimonio, que si se enemistó con otros u otras secretarias del gobierno, que si su activismo político resultó excesivo, que si quería sancionar o exonerar a quienes no debía: puras especulaciones, porque nadie ofreció una explicación concreta. 

Lo que sí sabemos es que la doctora Sandoval fue modificando la agenda de la Secretaría que encabezó, sobre la marcha. Cuando llegó a ese cargo habló varias veces y en distintos foros del fortalecimiento del servicio profesional de carrera, de esmerar la operación colegiada del sistema nacional anticorrupción, de la más absoluta transparencia en toda la administración pública y del refuerzo de los mecanismos de fiscalización y participación para el control democrático de la autoridad; y de hecho, sus primeras decisiones parecían apuntar en esa dirección. Todavía en agosto del 2019, la Secretaría publicó en el Diario Oficial de la Federación el “Programa Nacional de Combate a la Corrupción y a la Impunidad, y de Mejora de la Gestión Pública 2019-2024”, en el que confirmaba esas prioridades y se comprometía a emprender un largo listado de 202 acciones puntuales. La ruta ahí planteada era muy deseable. 

No sabemos las razones por las que fue sustituida, pero tampoco las que la guiaron a abandonar ese proyecto para embarcarse en otro, que privilegió la austeridad como su principal resorte (una austeridad republicana, dijo, que según ella es distinta de la austeridad neoliberal, aunque las limas para devastar las capacidades del Estado sean las mismas), que impuso la ideología del régimen como una nueva ética por encima de las capacidades profesionales de los servidores públicos, y que se propuso concentrar las compras y las adquisiciones en Hacienda, en vez de romper la cadena interminable de las adjudicaciones directas. La Función Pública se rindió a la captura de los puestos y de los presupuestos --que es el cimiento de la corrupción estructural, aquí y en China--, se distanció con una profunda desconfianza de la academia y de la sociedad civil y se dio a la tarea de justificar decisiones administrativas intragables. 

Me pregunto si ese giro obedeció a la obligación de adaptarse al discurso de odio del presidente contra la burocracia que heredó y contra la sociedad civil que pugna por la transparencia, la rendición de cuentas y la profesionalización o si, en efecto, respondió a su propia convicción. Pero el hecho es que al llegar el 2020, la Función Pública ya había renunciado a su propuesta original y ya estaba reproduciendo y tolerando, envuelta en palabras diferentes, las mismas prácticas de siempre: el reclutamiento por afinidad, el uso político de los controles administrativos, la oscuridad presupuestaria, las contrataciones a modo y los informes plagados de ideología. 

La suple ahora un servidor público de muy larga carrera, que se ha ganado el respeto de quienes estudiamos estos temas desde hace décadas y quien, probablemente, fue el autor de aquel programa desechado. En todo caso, si nos atenemos a la lógica de las designaciones de militantes incondicionales que ha venido haciendo el presidente, el nombramiento de Roberto Salcedo en la Función Pública es más bien atípico pero, a un tiempo, esperanzador. Ojalá sea así, pues para funcionar con éxito, el Estado mexicano no necesita una extensión más de Morena, sino una burocracia profesional, digna y eficiente. 

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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