Si es que está en algún lugar —cosa que dudo— tendrá que perdonarme porque haré algo que detestaba: rendirle un (pequeño, modesto) homenaje. La única vez que lo toleró, tras tomar la decisión de jubilarse, fue en 2019. Algunos de sus alumnos y de sus amigos (algunos, porque tuvo muchos) nos confabulamos con una de sus casas académicas de siempre para llevarlo a rastras a escuchar lo que queríamos decirle y a ver un video con un puñado de testimonios. Quizás decidió asistir porque entre los confabulados estaba José Luis Rodríguez Zapatero (quien contó con su talento en una legislatura completa) y Paramio, como fiel militante de partido, aceptó refunfuñando.

Aquel encuentro ocurrió en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, donde Ludolfo Paramio impartió clases de sociología política por años y luego —tras dejar el gabinete de Zapatero—, dirigió el programa de América Latina: su pasión eterna. No exagero mucho si digo que sabía todo lo que ocurría en nuestra región, con un detalle que solo se explicaba por su memoria fotográfica, que daba miedo. Tengo muy presente que mientras la escribía bajo su dirección, él recordaba párrafos enteros de mi tesis que yo mismo había olvidado. Y, además, estaba al día de cuanto sucedía en México y el Cono Sur incluyendo nombres y detalles. Después de conversar con él, sus alumnos teníamos que decodificar lo que había dicho, buscando en Google.

La verdad es que era un tipo raro, ya desde su nombre imposible: doctorado en física, pero reconvertido en sociólogo; profesor de tiempo completo, pero político hasta por los poros; profesor de sociología y ciencia política, pero experto en la teoría del cómic; intelectual sin concesiones, pero militante socialista durante más de cuarenta años; y sí, también, con el tórax desacomodado, pero seductor y símbolo sexual de varias generaciones de estudiantes: todas frustradas, porque la vida de Paramio es inexplicable sin Carmen Martínez Ten, su brillante y bella compañera, con la que completaba su lista de rarezas: un hombre público y conocido en buena parte del mundo Occidental, que no quería salir de casa porque prefería estar con Carmen y sus hijos.

Ya desde 1988, su libro sobre los desafíos que enfrentaba la socialdemocracia europea marcó a una generación completa; lo tituló: Tras el Diluvio. Y es que Paramio es y seguirá siendo, en efecto, uno de los defensores más tenaces y lúcidos de ese régimen político. Los libros que escribiría después para explicarla están en todas las bibliotecas de quienes de veras creen en la igualdad y la pluralidad política, construidas desde el Estado. En aquel homenaje que le asestamos, recuerdo que Rodríguez Zapatero contó que los jóvenes socialistas de los ochentas se acercaban al grupo que redactaba las ponencias de los congresos del PSOE, como si pudieran abrevar de ellos al solo verlos. Uno de los principales era Paramio quien, con Alfonso Guerra, “atendía la cocina del partido, que luego Felipe González servía en el comedor”. Más tarde, Paramio presidió la Fundación Pablo Iglesias, donde se gestaban las ideas del socialismo democrático en España.

Aunque puedo imaginarlo, me habría gustado saber qué pensaba sobre el cambio de régimen que se está cocinando ahora mismo en México. Supe, eso sí, de su dolor ante el avance de la derecha europea, aun antes de las elecciones más recientes y también vi su desesperación por la traición latinoamericana al pensamiento democrático de izquierda, confundido con un estatismo rancio que no hace mucho más que hablar del pueblo, repartir rentas y concentrar poderes. Ya no sabremos su opinión sobre los últimos acontecimientos. Pero tendremos para siempre sus libros y sus enseñanzas en aulas y fuera de ellas y su recuerdo imborrable. Si existe, merece estar en paz.

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