Con excepción del presidente y sus fanáticos, nadie en su sano juicio —y con un mínimo de información y sentido común— considera que la reforma electoral que estaría a punto de aprobarse facilitará las elecciones del próximo año. Por el contrario, todos sabemos que ese bodrio legislativo pondrá en jaque la capacidad de las autoridades electorales para organizar los comicios más difíciles de la historia reciente de México.

Quienes la defienden (alegando austeridad) están hablando solamente de la elección presidencial y de quienes aspiran a suceder a López Obrador en el Ejecutivo. Omiten decir que también se elegirán (según los datos recabados por Ivonne Ortega para La Silla Rota) titulares de 1,784 ayuntamientos —en 29 estados— lo que incluye igual número de presidencias municipales, pero también 1,929 sindicaturas y 14,138 regidurías, además de las 16 alcaldías de la Ciudad de México y sus 240 concejales. En esos comicios se renovará el Poder Legislativo federal —Senado y Cámara de Diputados— y 30 congresos estatales. Y habrá elecciones de titulares de los poderes ejecutivos en 9 entidades federativas. Decenas de miles de cargos estarán en juego por toda la República —y fuera de ella— para que cerca de 94 millones de personas decidan a quiénes entregarles la representación política.

Para decirlo rápido: nunca antes hubo un desafío electoral de esa magnitud en nuestra historia. Sin embargo, en vez de fortalecer y respaldar a las instituciones que deben organizar todas y cada una de esas elecciones, han decidido cumplir el capricho presidencial de mandarlas literalmente al diablo —quien suele estar en los detalles—. Todas las capacidades sustantivas del INE están en riesgo: la conformación del padrón electoral, la integración de las mesas de casilla, la entrega y la recepción de los paquetes electorales, el programa de resultados preliminares, el recuento de los votos y la vigilancia de la equidad de la contienda. Todos estos riesgos se han documentado con amplitud y sin acritud alguna desde que el proyecto de contrarreforma democrática se hizo público.

De prosperar, el INE dejará de existir como lo conocemos. Esa institución, cuyo origen está en los acuerdos que se fueron tomando desde el final del Siglo XX para hacer valer el voto —léase: para asegurar que la voluntad soberana del pueblo se respete— quedaría efectivamente destazada. Vale la pena recordar que el INE actual nació el mismo año que Morena: 2014, de modo que la breve historia del actual partido gobernante está inexorablemente ligada a las 330 elecciones que se han organizado durante estos nueve años, sin que ninguna de ellas haya generado conflictos posteriores. Todos los triunfos de Morena y toda su expansión han sido acreditados por la casa que hoy les resulta incómoda. El principal beneficiario de la legitimidad otorgada por nuestro sistema electoral es quien hoy, empoderado y borracho de poder, se ha propuesto hacerse de otra forma de legitimidad para prevalecer.

¿Hay otra razón, acaso, para destruir de un solo golpe esa fuente de credibilidad electoral? Quienes lo respaldan saben de sobra que, de prosperar, no habrá garantías de limpieza ni equidad para el siguiente año. Saben que están sembrando la semilla de un conflicto; que volveríamos a las épocas en las que el gobierno decidía los resultados y sometía a sus adversarios; saben que la ausencia de certeza es la causa principal de los desacuerdos políticos que, a lo largo de la historia, desembocaron en violencia; saben que esa destrucción llevaría a otras. Y en sana lógica, a la luz de la evidencia y de sus propios actos y sus dichos, sostengo que eso quieren: sembrar los vientos de una tempestad de la que —eso creen— surgirán como dueños absolutos del poder.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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