A los feligreses (que repiten con sinceridad el credo) se les han venido sumando una larga fila de conversos (y de trepas) que han optado por ganarse las simpatías de los poderosos y están llamando al realismo crudo e, incluso, se han puesto intensos para ganar un asiento en los vagones. Otros se han puesto iracundos y bravucones: no aceptan ninguna crítica y han decidido sumarse a la lógica de la descalificación personal ꟷcomo aprendieron del líderꟷ para eludir el debate.

Muy bien: dejemos de lado la cuestión de la democracia (supongamos que es aritmética y nada más); abandonemos el duelo por las instituciones autónomas diseñadas para contrapesar el presidencialismo (cuestan mucho y no sirven para nada, dicen); renunciemos a la pluralidad (¿para qué, si el pueblo es uno y ya dijo todo lo que quería?); y dejémonos de remilgos con la división de poderes (ya que los tres serán electos por la mayoría). Supongamos que debemos aceptar todo eso porque ya es así: porque lo que es, debe ser. Quienes discutimos que podría ser de otro modo, estamos fuera del mundo actual: así es y así será por voluntad popular, y punto.

Aceptando (sin conceder) ese argumento irreductible propongo entonces avanzar a cuestiones más concretas, porque asumo que el pueblo no eligió para estar peor. ¿Cuánto tiempo más necesita esa realidad actual para dejar de apelar al pasado como justificación de los problemas que nos agobian? ¿No fueron suficientes ya seis años? Quizás no, dirán, porque el daño causado por el neoliberalismo (ese saco en el que caben todos los temas) fue tan profundo que amerita al menos un periodo idéntico para borrar sus huellas. Vale. Pregunto entonces: ¿cómo tiempo más se tomará la purga para hacer efecto?

Supongo que feligreses, trepas y conversos convendrán en que el país tiene un problema de seguridad. Conozco su diagnóstico: fue herencia del pasado ominoso. También conozco la propuesta: hay que cambiar las causas sociales de la violencia, perfeccionar la coordinación, inyectar más inteligencia para desmantelar a los grupos del crimen organizado y fortalecer a la Guardia Nacional. Sin embargo, cambiar las causas sociales puede tomar tiempo y, entretanto, las y los jóvenes siguen siendo reclutados contra su voluntad en las filas del crimen organizado y los cárteles se siguen disputando con fiereza el control de las plazas y de los negocios ilícitos. No habrá permiso para matar (es la nueva formulación de la frase: “abrazos, no balazos”), de modo que la Guardia Nacional podrá hacer desfiles cargada de armas de alto calibre, pero no podrá usarlas. Y la inteligencia –especialmente la financiera—parece estar distraída con la clase política y con el llamado “círculo rojo”. ¿Cuánto tiempo más se necesita para suponer siquiera que disminuirá la violencia que corre libre por el país? ¿Tenemos derecho a preguntar sobre eso, o tampoco?

Ya nos dijeron que habrá farmacias junto a las cajas de pago del Banco de Bienestar. Suena bien. Pero el problema del desabasto de medicinas e insumos médicos corre por otras cuerdas: dejaron de comprar para ahorrarse dinero, disminuyeron las consultas y abandonaron los inventarios y la coordinación entre los distintos sistemas de salud que coexisten en México. ¿Cuánto tiempo más habrá que esperar para que, en esas farmacias, haya medicamentos que correspondan con los tratamientos ordenados por los médicos y no solo un montón de pastillas?

¿Podemos preguntar cómo se va a contener la inflación? ¿De la pérdida de años y de calidad en la educación? ¿De los derechos humanos? ¿Podemos preguntar, al menos, de la pérdida de bosques y de biomasa?

Cambiemos la conversación, porque para eso cambiamos de régimen: para resolver los problemas que nos agobian. ¿O eso tampoco es correcto?

Investigador de la Universidad de Guadalajara.

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