Decir que las cosas no están fáciles es una verdad de Perogrullo: la economía está atravesando por una crisis histórica global, y el dinero que había para redistribuir e impulsar el crecimiento se está acabando poco a poco; la atención a la emergencia de salud está siendo cada vez más insuficiente, no sólo por la acumulación de casos de Covid-19 sino por las crecientes deficiencias para atender a los pacientes de otros padecimientos; la pobreza está aumentando y la violencia no decae.
El 2021 podría ser peor, porque a las calamidades anteriores se sumarán el encono y la polarización incentivados por la competencia electoral. El argumento dominante es la búsqueda de culpas y culpables: si ellos no estuvieran —dicen de ambos lados—nada de esto estaría ocurriendo. Sin embargo, los dos frentes de batalla están y seguirán estando, mientras la sangre no llegue al río.
Si alguna vez soñamos que la contienda democrática habría de servirnos para elegir entre las mejores soluciones a los problemas que nos desafían, sobre la base de instituciones sólidas y derechos inalienables —que son los que protegen siempre a los más débiles— hoy estamos viviendo un proceso electoral cuyo signo principal es la devastación. La democracia atropellada por los juniors y por la mecánica aritmética del “quítate tú para que me ponga yo” ha escalado hasta el umbral de una guerra sin cuartel cuyo lema es: “si gano, te destruyo”.
Señalar culpables obsesivamente —los de ayer y los de hoy— y hacernos trizas entre todos, no solucionará los problemas de la economía, ni ayudará al sistema de salud, ni mitigará tampoco la violencia. El dinero seguirá siendo insuficiente, los enfermos seguirán esperando tratamientos y los criminales, haciendo su agosto. Esa dinámica de acusaciones mutuas acrecentará el resentimiento y servirá acaso para ganar votos, pero no resolverá el dolor de quienes se han quedado sin trabajo o, trabajando, ganan cada vez menos; no traerá mejores tratamientos médicos ni surtirá recetas; no evitará que haya menos víctimas de la ominosa mezcla entre las organizaciones criminales, la desesperación por llevar algo a la mesa familiar y la rabia de la impotencia.
Tampoco es cierto que los gobiernos pueden resolver todos los problemas. Ninguno puede sin el respaldo de una sociedad consciente, responsable y solidaria; y ninguna nación que se precie de serlo resiste mucho tiempo un clima constante de confrontación sin evolucionar hacia la guerra y la militarización. Y lo peor es que en todos los casos registrados, después de esos episodios bélicos terribles, los problemas básicos de la vida cotidiana continuaron o incluso se acentuaron. Muchos países enfrentados, desaparecieron como consecuencia de la guerra civil.
Tenemos que encontrar la forma de salir de esa trampa impuesta por los líderes políticos y volver a la búsqueda de soluciones compartidas. Las instituciones no son patrimonio de quienes ganan elecciones sino de la nación completa: son las reglas que nos ayudan a organizar la convivencia, a darle sentido de largo plazo a las soluciones, a garantizar derechos y a romper la captura del Estado por parte de unos cuantos. Afrontar el 2021 pensando en la venganza o la revancha es un suicidio. No se trata de que ganen unos para eliminar a otros, sino de que triunfemos solidaria y colectivamente sobre el sufrimiento que está causando este alud de problemas públicos que son, en realidad, los nuestros, los de todos y los de cada uno.
Tenemos que emprender una campaña anticlimática: que no salga a buscar votos sino a ganar conciencias; que no apueste por la guerra sino por la cultura de la paz; que busque la forma de ayudarnos entre todos y, sobre todos, a los más débiles. Nos urge levantarnos ya, pero no en armas.