Tal vez no había acumulado suficiente experiencia crítica, pero no tengo registro de una clase política peor que la actual. Mucho menos si la comparo con quienes encabezaron los tres grandes momentos de nuestra historia, tan traídos y llevados por el gobierno de turno: los insurgentes que sembraron la Independencia, la generación de La Reforma o los grandes caudillos de la Revolución Mexicana, hasta Lázaro Cárdenas. Tampoco consigo equiparar la altura de los actuales con la de quienes forjaron la transición a la democracia: los Reyes Heroles, González Pedrero, Cuauhtémoc Cárdenas, Castillo Peraza, Heberto Castillo, Muñoz Ledo, entre muchos otros que superan con creces a quienes hoy encarnan la política nacional.
No me engaño: aquellos no eran arcángeles ni hermanitas de la caridad. Tenían tanta ambición de poder como todos los políticos de la historia y, en varios casos, carecían de escrúpulos en su vida privada y les gustaban mucho los privilegios. Tampoco meto en el mismo saco a todas y todos los integrantes de aquellas cohortes: entre los grandes había muchos pequeños, arribistas y corruptos que les rodeaban como rémoras. Pero era poco frecuente que estos últimos alcanzaran las posiciones más altas. Y en el conjunto, las distintas generaciones de nuestra clase política se lustraban con personajes admirables por su cultura, sus convicciones, su coherencia ideológica, su altura de miras y su compromiso sincero con las mejores causas de México. ¿Qué nombres pueden ponerse hoy a esa misma altura?
Anticipo la respuesta automática de muchos: ¡López Obrador! —me dirán— cuyas estatuas ya comienzan a fundirse en el bronce. Coincido en que este último habrá hecho historia, pero a estas alturas solamente sus fanáticos (que tiemblan de emoción, pero ignoran la información) seguirán afirmando que tuvo un gobierno admirable. El presidente actual ha sido grande por otras razones: por su indisputable capacidad de comunicación política y por su audacia para sacar provecho personal de un periodo decadente en la vida pública mexicana. El tamaño de López Obrador no puede medirse sino por la pequeñez de sus adversarios y sus triunfos no pueden evaluarse sino por los fracasos de sus contrincantes. En ambos casos, la mirada no alcanza más allá de dos metros.
Por eso las encuestas nos reiteran, una y otra vez, la misma tesis: el presidente gobierna mal en todos los planos, pero aún así es mejor que los otros. Nadie acierta a decirnos cuál es el destino al que nos quiere llevar, pero sí sabemos que nos ha propuesto destruir lo que había. Y eso que había, quiere volver por sus fueros, repartiéndose de antemano —por escrito y firmado— puestos y presupuestos como si fueran suyos y reclamándose luego el incumplimiento de sus contratos sobre el usufructo de lo público, sin ningún recato. Líderes de partidos de oposición que actúan como capitanes de empresas privadas, calculando las inversiones que deben hacer y diseñando estrategias mercadotécnicas para incrementar sus ganancias, que dependen de bloquear el mercado a la competencia. ¿Hay en ellos alguna idea de país? ¿Alguna ideología digna de ser revisada? No. Solo hay resentimiento, ambición y codicia política. Puro humo.
En la acera de enfrente no son mejores, ni remotamente. Más allá del lider que actúa como un Papa entre los cardenales y los obispos de su iglesia particular, tampoco hay nada que rescatar: todos repiten las mismas frases y los mismos lugares comunes, en busca de su parcela de poder propio. Si alguno intenta brillar con luz propia, los demás le cortan los cables y lo hacen pedazos, porque el único lazo que los aúna es la obediencia al arbitraje y la autoridad que ejerce el titular del Ejecutivo.
Esto es lo que hay para el 2024. Pobre México.