Cuesta imaginar un escenario público más complicado: mientras la economía se siga desplomando, seguirán desapareciendo las fuentes de ingreso de millones de personas. Desesperada por la falta de opciones para sufragar el gasto familiar, mucha gente sale a trabajar y multiplica los contagios del Covid-19, de modo que ya estamos en la lista de países que no han podido lidiar con la pandemia y seguimos corriendo el riesgo de ver rebasado —totalmente rebasado— el sistema de salud. Y mientras esa pinza aprieta sobre la herida de la pobreza y la salud, la violencia se sigue multiplicando en sus múltiples y muy crueles manifestaciones. No hay dinero, no hay salud, no hay paz.
Es difícil encontrar otro momento más complejo en la historia nacional, pues hoy México es más populoso, está más hacinado en las zonas metropolitanas y tiene menos posibilidades de echar mano a sus recursos propios para sufragar todas sus carencias. Por eso nos atormentan las imágenes de otros países que han sido incapaces de afrontar sus propios desafíos: las zonas más pobres de Calcuta, las favelas de Rio de Janeiro, las pandillas de San Pedro Sula. Nos agobian las postales de los pueblos africanos, cuyas comunidades originarias carecen prácticamente de todo, incluyendo la comida diaria para ir sobreviviendo. Ninguna de esas tragedias nos resulta ajena y tampoco los brutales ataques criminales que vimos antes en Medellín o Lima, ni la expansión de las maras de San Salvador, ni el control de la mafia siciliana, la camorra napolitana o la hermandad rusa. No hay que buscar lejos para conocer esas manifestaciones de violencia: las tenemos a la vista y las tenemos todas.
Sabemos que esos procesos decadentes se refuerzan mutuamente: la violencia no surge por generación espontánea sino por falta de opciones económicas, por una desigualdad abusiva y agraviante y por el predominio de la ambición sobre la razón. La violencia también es consecuencia de la fragilidad de los gobiernos, ya sea por impericia, por falta de recursos o corrupción o por esas tres razones combinadas. Y sabemos también que la paz no es la ausencia de violencia: la paz no es un juego de machos que se destruyen mutuamente, mostrando quién tiene el arma más larga. La paz es una construcción colectiva, organizada, inclusiva, igualitaria y permanente.
Pero en México está resultando imposible construirla, pues al listado de violencias que se han ido acumulando hay que añadir la violencia política del presidente. Una violencia doble: de un lado, la que descalifica y ofende obsesiva, tenaz y diariamente a cualquiera que critique, ponga en duda o se oponga a sus decisiones, sus afirmaciones o sus creencias propias, para producir una polarización planeada hasta el detalle, cuyo propósito es singularizarse y consolidar el poder propio; y de otro, la que ignora, desatiende, minusvalúa o confronta cualquier propuesta, cualquier idea, cualquier curso de acción que no emane de su voluntad o, peor aún, que la contradiga. La violencia política del régimen forma parte de su estrategia de consolidación y por eso agrede a propios y extraños: a los de casa los humilla; a los ajenos, los destruye hasta el límite de lo posible. Ningún diálogo prospera con quien nunca se equivoca. Y ninguna paz es viable, donde la dinámica de la confrontación y del sometimiento es la sangre que recorre las venas del sistema (¿habrán leído alguna vez a Hannah Arendt?).
Viviremos una larga decadencia. Es inútil ignorarla: menos dinero, menos empleos, más pobreza, más carencias, más desigualdad, más violencia y más polarización política. Y lo peor es que tenemos tantos problemas como resentimientos, que se agigantan por el constante discurso de odio construido desde el poder. Nos espera, tristemente, una prolongada y angustiosa decadencia.
Investigador del CIDE