Si aprendiéramos a escucharnos nos iría mejor. No todas las críticas a las políticas del presidente quieren destruirlo, ni todas las personas buscan puestos. Sin embargo, en estos años se ha establecido una mecánica rígida que denuesta cualquier posibilidad de cooperación no subordinada. Y a estas alturas ya empieza a ser evidente que ese hecho, en sí mismo, está lastrando a México.
Pongo ejemplos que me constan. Desde marzo del 2020 propusimos al gobierno mexicano que estableciera un ingreso vital de emergencia, para respaldar a las personas que perderían su empleo a consecuencia de las decisiones tomadas por el Consejo de Salubridad General. Era el resultado de los estudios y de las estimaciones que varias organizaciones veníamos haciendo con rigor técnico desde mucho antes y de la revisión cuidadosa de otras experiencias nacionales ante situaciones de emergencia.
Esos estudios fueron publicados y entregados al gobierno pues sabíamos que de no tomarse una decisión de esa naturaleza se vendría abajo el ingreso laboral de varios millones de personas. Conscientes de las limitaciones fiscales del gobierno, también propusimos la negociación inmediata del pago de intereses de la deuda externa con el respaldo de la ONU —organismo que ofreció públicamente sus buenos oficios para ese propósito— y tomar la línea de crédito ofrecida por el FMI, que de todos modos pesaría sobre las finanzas públicas de México, apalancada con un impuesto especial a las personas que concentran el 1 por ciento más alto de los ingresos nacionales. Esa propuesta fue respaldada por todos los partidos —incluyendo a buena parte de Morena— porque era urgente y porque habría concitado la solidaridad de todo el mundo.
Empero, todo ese caudal de estudios, de propuestas sólidas y de respaldo honesto destinado a afrontar uno de los problemas más angustiosos del país se vino abajo porque el presidente opinó que todo ese esfuerzo era “politiquería”. Bastó una línea para devastar la posibilidad de tomar una decisión propuesta por quienes defendimos —ya desde el gobierno de Tabasco, de 1983 a 1988— el lema “por el bien de todos, primero los pobres”. Y hoy sabemos ya las consecuencias de esa descalificación: 94 de cada 100 personas fallecidas durante la pandemia se contagiaron por la necesidad de salir a trabajar y la pobreza absoluta del país es, efectivamente, mayor que antes. No es una conjetura: tenemos los pelos de la burra parda entre las manos.
Otro ejemplo: mucho antes de la pandemia y de que López Obrador fuera presidente, ya habíamos advertido sobre el desabasto de medicamentos en instituciones públicas. Documentamos ese hecho, explicamos sus secuelas para los ingresos de las personas vulnerables y propusimos la apertura de un canal de comunicación directa con las y los pacientes afectados —que sigue vigente en cerodesabasto.org— para construir un sistema de entrega de emergencia, caso por caso. Hemos hecho todo lo que ha estado a nuestro alcance para demostrar la importancia de esa propuesta y la buena fe que la anima. Pero tampoco fuimos escuchados y, una vez más, el presidente la descalificó tajantemente desde las conferencias mañaneras. Hoy sabemos que esa carencia ha puesto en riesgo la vida de miles de personas —millones, para ser precisos— y que ha arrastrado consigo el bienestar de sus familias.
Puedo seguir con ejemplos similares sobre la precariedad que domina el trabajo informal en el país, o sobre la corrupción que sigue prosperando y minando nuestras relaciones, entre un largo etcétera; pero ya está dicho lo fundamental: o aprendemos a escucharnos y a enfrentar nuestros problemas colectivamente, o seguiremos deslizándonos por la pendiente de la decadencia y del odio que ya se destila por las calles.