Muchos siguen creyendo que habrá marcha atrás en la reforma al Poder Judicial y/o que podrá modificarse la supermayoría de Morena y sus aliados en la Cámara de Diputados y/o que la doctora Sheinbaum matizará o incluso detendrá, ya convertida en la nueva jefa del Estado, el plan C concebido por el presidente López Obrador y/o que no se tocará el INE y/o que el Inai quedará intacto, etcétera. En una palabra, creen que no pasará nada (o pasará poco) de lo que se ha venido anunciando.
Se equivocan. El proyecto político que ganó las elecciones del 2 de junio se ha propuesto modificar el régimen político mexicano y tiene los medios, la voluntad y el respaldo político suficientes para lograrlo. Ese nuevo régimen no se parecerá a ninguno de los que hemos tenido antes: no será una democracia plural, ni será liberal (en el sentido tradicional de este término), ni mucho menos neoliberal. Habrá un gobierno nacional que tomará todas las decisiones, con muy pocos contrapesos institucionales (y quizás con ninguno); habrá un partido político hegemónico cada vez más potente, arraigado en la legitimidad que le otorga la mayoría, con el control político de los poderes públicos (federales y estatales) y el manejo estratégico de la información pública. Todo eso tiene nombre: se llama autocracia electoral, como en el resto del mundo.
Los partidarios de ese régimen están de plácemes porque han derrotado y sometido a sus adversarios, a quienes consideran rémoras del pasado neoliberal y corrupto de México. Celebran que el nuevo régimen se haya propuesto redistribuir el ingreso a través de transferencias directas de dinero público y que haya decidido emprender nuevas obras para generar empleos temporales durante su construcción. Aplauden que las fuerzas armadas consoliden su presencia en la administración pública del país y en la operación de la seguridad pública. Ellas y ellos, los partidarios del régimen que está por echar raíces en México, aplauden la concentración del poder político porque confían (con sinceridad) en las buenas intenciones del presidente y de la próxima presidenta. No ven, ni quieren ver, los rasgos autoritarios del régimen que está en construcción —ni mucho menos nombrarlo— sino las virtudes de quienes lo encabezan.
Esas creencias están afincadas en el enorme respaldo popular que ganó el presidente a lo largo de este sexenio y que, a su vez, obligará inexorablemente a la doctora Sheinbaum a seguir el guion que está escrito. No ganó las elecciones con el mayor número de votos obtenidos jamás en una contienda presidencial desoyendo a su antecesor, sino apoyada por él y por el aparato político que fue construyendo como maquinaría de relojería desde el 2014. Sería una locura y un suicidio político que al tomar posesión del gobierno decidiera renunciar a la herencia que le fue entregada directa y personalmente por López Obrador, para bucar la simpatía de sus críticos. ¿Para qué, si los adversarios del líder quedaron en minoría, perdieron representación y hoy se están peleando por los despojos de sus partidos?
No. No habrá marcha atrás. No se privilegiará la construcción de consensos, ni se escuchará a quien advierta los riesgos de ese proyecto. No se modificará el Plan C ni se abandonará la idea manida de elegir jueces, consejeros, magistrados, ministros y lo que se acumule, mientras la mayoría del país los respalde. Tampoco se renunciará a la extinción de los contrapesos institucionales que surgieron en otra época y que hoy son vistos como guaridas de la partidocracia ya derrotada. La presidenta Sheinbaum cumplirá a pie juntillas con su compromiso de construir el segundo piso de la 4T, a pesar de todo.
Yo creo que hace falta poner los pies en el suelo: México está en los umbrales de un nuevo régimen.
Investigador de la Universidad de Guadalajara