Hay que sacar la casta, porque los problemas del país son muchos y muy graves. Pero nos equivocamos cada vez que confundimos ese llamado con el sonido de los tambores de guerra. ¿De veras hay alguien que no los escuche? Sacar la casta, en estas circunstancias difíciles, no equivale a reunir armas ni a hacer trincheras para matarnos, sino a reconocer y enfrentar con inteligencia los problemas que nos hunden a todos. A todos, subrayo, porque nadie está salvo de la violencia creciente, ni del encono que produce la desigualdad acentuada, ni de las trampas que pone la corrupción.

Hay que sacar la casta para acallar el llamado a la guerra. Para oponerse a quienes la buscan en cada esquina y en cada conversación, inventando enemigos y dándose a sí mismos razones para justificar la embestida. Hay que asumir que el régimen político se ha vuelto un amplificador de las diferencias y que está siendo incapaz de construir rutas de acción consensadas para solucionar los problemas. El régimen, digo, no solo el gobierno. Distraídos por la obsesión del poder, los tomadores de decisiones no han logrado acordar nada que produzca una acción concertada y común. Todo es encono y disenso: a favor de la 4T o en contra de ella, como si todos supieran qué es exactamente la 4T.

Se equivocan quienes se han instalado ya en la intolerancia total a cualquier cosa que diga o haga el gobierno y, mucho más, quienes están llamando de plano a “darle en la madre a la 4T”, como si eso significara algo más que oponerse sin ton ni son. ¿No se dará cuenta Vicente Fox de que tocando los tambores de guerra, convalida el encono de sus adversarios políticos y promueve la polarización a la que están convocando los partidarios acérrimos de Morena? Haciendo a un lado cualquier viso de cooperación democrática para resolver los problemas gravísimos del país, lo único que se produce es acentuar las causas de esos problemas.

Del otro lado, los partidarios del nuevo gobierno se equivocan también cuando creen que defenderlo equivale a aplaudir todas sus decisiones. Ni el gobierno ni el presidente son infalibles: ni siquiera lo son a favor de sí mismos. Ayudar al gobierno a cumplir sus propósitos no equivale a callarse, haga lo que haga. Se le respalda mucho más aportando diagnósticos, propuestas y acciones que coincidan con su filosofía igualitaria y su batalla contra la corrupción, que cayéndole a palos a cualquiera que se atreva a esbozar una crítica. En la clásica formulación aritmética, ayudan más los que suman que los que restan y, mucho más, los que multiplican que quienes dividen.

¿Qué otras razones de fondo hay, si no, en el linchamiento mediático de Pedro Salmerón por sus opiniones sobre la guerra fría? En cualquier otro momento, los textos de Salmerón habrían provocado un acalorado debate en el entorno de un seminario académico y poco más. ¿Y qué otra hay, en contrapartida, para despedir del sistema nacional de investigadores al científico Antonio Lazcano, luego de haber criticado públicamente a la directora del Conacyt?

La verdadera fuerza de México está en otro lado. Cuando el presidente llamó a la unidad en contra de las amenazas de Trump, todos estuvimos ahí; cuando hemos padecido tragedias como los terremotos del 19 de septiembre, todos hemos estado ahí, solidarios. Cuando celebramos el Grito, sin alusiones hostiles ni provocaciones machistas, todos volvimos a la armonía, así haya sido por horas. ¿De veras es ya imposible desandar la ruta bélica a la que nos están llevando los tirios y los troyanos, para derrotar colectivamente las diferencias sociales, la corrupción de la minoría y la violencia de muchos menos? No juego al ingenuo, pero estoy harto de los vivillos. La política es, a pesar de todo, la organización armoniosa de la convivencia; la guerra civil, su derrota.

Investigador del CIDE

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