Andrés Manuel López Obrador es un genio de la comunicación. Esa cualidad le llevó a la presidencia y con ella ha gobernado desde el 2018. Su capacidad para fijar los temas de las discusiones públicas es tan feraz como su imaginación para crear polémicas. Es el rey Midas de la confrontación: todo lo que toca se convierte en pugna contra los responsables de los problemas que, por lo demás, jamás lo implican. La más reciente es una joya: si el país no habrá de estar mejor, dice, será por culpa de la clase media. Y aquí nos tiene (feliz, feliz, feliz) debatiendo en serio sobre una afirmación que tendría que haber causado carcajadas. Para allegarse adeptos, los presidentes anteriores repartían dinero y privilegios; este distribuye protección, prebendas y ocurrencias.

Sin embargo el tiempo es un recurso escaso y su paso, inexorable. Mientras el presidente va sacando nuevos culpables de su arsenal retórico, los problemas que debía afrontar el Estado mexicano siguen acumulándose rodeados de sombras y silencio. Los oculta la voz inagotable del único que habla y siente por el pueblo, mientras sus fieles reproducen las consignas y amplifican sus acusaciones como eco. Algunos son un poco más sofisticados y reflexionan sobre las virtudes del modelo que quieren descubrir apasionadamente entre las palabras y los otros datos que emanan del poder. Si la realidad les contradice, es porque los demás no hemos sabido interpretarla, por una malsana y egoísta ambición o porque renunciamos a pensar, mientras adviene (elijo este verbo con exactitud) el momento en el que todos los críticos y los escépticos habremos de ser iluminados por el pensamiento único.

Entretanto, la violencia no sólo sigue amenazando la vida cotidiana sino que los criminales están cada vez más y mejor organizados. Si los mafiosos europeos se volvieron empresarios —como lo documentó Roberto Saviano— los mexicanos han preferido irse colando entre las rendijas del régimen político. Pero, claro, nadie debe culpar al presidente de la debilidad del Estado mexicano frente a la potencia de esos grupos ni poner en duda la eficacia de la militarización. Es sabido que la mejor forma de resolver un problema público —según la fórmula de Gonzalo N. Santos— es no mencionarlo y advertir que quien lo hace es un traidor. Y ante el fracaso, ración doble: si la Guardia Nacional no se convierte en parte de las fuerzas armadas, la culpa será de las clases medias que votaron por la oposición.

El gobierno mexicano tampoco puede garantizar el derecho a la salud. El desabasto de medicamentos es innegable y sus causas están documentadas: la disminución de los recursos y de las capacidades del Estado y el desorden administrativo. Pero la culpa es de la industria farmacéutica y de la impericia y la falta de solidaridad de los organismos internacionales. No habrá gobierno rico, aunque se enferme el pueblo. En todo caso, para eso están las transferencias de dinero que entrega personalmente el ejército civil (¿civil o religioso?) del presidente, conformado por los Servidores de la Nación, para que la gente tenga algo de dinero para ir a comprar sus derechos a la tienda de la esquina. Si sufren, es por culpa del neoliberalismo. Y que nadie se queje de la calidad cada vez más magra de la educación, ni de la pérdida de empleos, ni de la caída del poder adquisitivo de los salarios, pues todos esos problemas emergieron de la pandemia que, según la versión del presidente, ningún país manejó mejor que México.

Nada de eso es importante. Lo relevante es que la oposición no tiene candidatos, que el proyecto de transformación sigue adelante y que el presidente sigue señalando diariamente a los enemigos que seguirá venciendo. Somos muy felices y quien no brinque, es conservador.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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