El problema de juzgar a los demás desde la superioridad moral, es que las normas que formalizan nuestras relaciones sociales se vuelven instrumentos de poder y pierden validez. Ya de por sí, en México las leyes cumplen rara vez con sus propósitos. Son, acaso, proyectos que carecen de los medios para llevarse a cabo y, con frecuencia, son simplemente la base para someter a los rebeldes o negociar los privilegios de quienes pagan u obedecen.
Cuando alguna vez se aplican, es inevitable creer que se han usado de manera selectiva: todo el peso de la ley contra los enemigos y la impunidad a los amigos. ¿Por qué la diferencia? Porque unos se han puesto del lado de la causa que se considera moralmente superior (por unos años) mientras los otros se han opuesto a ella. Los primeros merecen comprensión y apoyo; los segundos, la mayor sanción posible. La justicia selectiva se confunde y se entrelaza así con la conmutativa: frente a la misma culpa, las penas son distintas; y frente a los mismos daños, difieren las reparaciones, porque el contrato de amistad prevalece sobre el derecho establecido: la contraprestación a la lealtad es la indulgencia.
Yeidckol Polevnsky no cometió ninguna falta reprobable, sino un error de contabilidad fiscal; Manuel Bartlett no omitió ningún dato sobre su riqueza sino que se ciñó a las leyes, que no le obligan a declarar el éxito económico de su pareja o de sus hijos; Ana Gabriela Guevara cumplió cabalmente con sus obligaciones, sujetándose a las excepciones establecidas en la ley; el Gobernador Bonilla ha actuado de conformidad con la Constitución local y no ha dado razón alguna para ofender el pacto federal, etcétera. Sigo: Rosario Robles es el emblema de la corrupción inaceptable y Eduardo Medina Mora, la encarnación misma de la impunidad pactada durante los gobiernos del PRIAN. Quizás todo lo anterior es cierto. Pero también lo es que las conclusiones llegaron mucho antes que cualquier premisa porque, como repite el Presidente, esos personajes no son iguales. No son los mismos.
Esa dualidad, por cierto, no sólo ocurre entre acusados, sino también entre quienes no han hecho nada más que hacer valer sus convicciones: si el ministro en retiro José Ramón Cossío se duele de la cancelación del aeropuerto de Texcoco, toda su trayectoria ha de ponerse en duda; pero si la ministra en retiro Olga Sánchez Cordero funge como Secretaria de Gobernación, debe aplaudirse su vocación inquebrantable. Si el Director del INEHRM produce una polémica, merece el más amplio reconocimiento del Ejecutivo; si lo hace el titular de la CNDH, amerita la más dura de las descalificaciones.
Podría seguir citando ejemplos —que, de hecho, seguirán ocurriendo cada día, pues la historia es implacable—, pero con estos es más que suficiente para explicar mi punto: si las leyes y los criterios para interpretarlas se aplicaran parejo, todos los casos anteriores correrían la misma suerte, para bien o para mal. Nadie se atrevería a juzgar a nadie de antemano, antes de compulsar las conductas imputadas con la evidencia disponible y nadie emitiría juicios de valor anticipados. Mucho menos, el jefe del Estado y menos todavía, distinguiendo entre unos y otros por simpatía o encono.
No hace mucho que el presidente dijo que, si ha de elegirse entre la ley y la justicia, nadie debería dudar siquiera en optar por la segunda. Nadie, añado yo, excepto quienes encarnan al Estado y ejercen su poder, porque sucede que no hay una concepción única y unívoca de la justicia. Hay muchas y cada una matiza o contradice a las demás. Por eso hay leyes: para evitar que la superioridad moral de unos, con más poder que otros, se imponga con arbitrariedad. Si la justicia se representa como una mujer que sostiene una balanza, vendada de los ojos, es porque no debe ver a nadie, pues si mira, se corrompe.
Investigador del CIDE