Uno de los mayores privilegios de mi oficio es que me pagan por leer. Dedico a esa tarea buena parte de mi jornada, pero no siempre elijo. De hecho, con frecuencia recuerdo que Gabriel Zaid escribió que la mejor forma de abandonar la lectura (libre y placentera) era convertirse en académico: debo leer correspondencia, noticias, proyectos de investigación, informes, artículos recientes de revistas arbitradas, libros que reclaman su presencia en las bibliografías actualizadas, tesis, tesinas y ensayos de mis estudiantes, entre un largo etcétera que se me impone por obligación profesional.
Ahora que estoy de vacaciones, sin embargo, hice un repaso rápido (nada exhaustivo) sobre el uso de mi tiempo libre: el que me queda después de cumplir con mis tareas. Sería interesante saber, por cierto, qué hacen las y los integrantes de la clase política de México en su tiempo libre porque creo que esas horas definen en buena medida lo que somos. ¿Qué es nuestra cultura? Es lo que hacemos cuando nada ni nadie nos dice qué hay que hacer.
Como casi todo el mundo, yo también dedico mucho tiempo a conversar —es decir: a tratar de comprender, soñar juntos, inventar historias, diseñar el mundo y aliviar nuestras heridas— con mis hijos, con mis amigos y con mis colegas. Otro tanto y más lo dedico a Nosotrxs, el movimiento en el que participo, aunque con frecuencia esas horas me resultan agridulces: de un lado está el aliento de sus causas y, del otro, el dolor de quienes las encarnan. Viajé muy poco en el 2021 y, a pesar de que me he negado a participar en redes sociales, pasé largos ratos (¿cuántos?) respondiendo mensajes y atendiendo chats grupales.
Con todo, durante este año también pude leer libros que llenaron mis espacios disponibles y dediqué un buen número de horas a ver películas y un par de series de televisión. Preocupado por las circunstancias que vivimos, leí, por ejemplo: LTI. La lengua del Tercer Reich, de Víctor Klemperer y fui brincando, al mismo tiempo, por las entradas del Diario Filosófico de Hannah Arendt. Conversando sobre el tema, un amigo me recomendó añadir M. El hijo del Siglo, de Antonio Scurati y, por mi parte, busqué otro libro que leí muy joven y que ahora disfruté cien veces más: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Entre esos títulos hay algo en común: una alerta frente a la resignación y una invitación a resistir los abusos del poder por medio de la inteligencia.
Por lo demás, sostengo que hay un momento en que los libros llegan solos. Así me sucedió con el magnífico texto de Alethia Fernández de la Reguera sobre la Detención Migratoria y con el más reciente de Tonatiuh Guillén sobre la Nación Transterritorial y también con el generoso ensayo de Marta Lamas en Dolor y Política. Sentir, pensar y hablar desde el feminismo y que entrelacé, en franca contradicción, con las memorias inconclusas de Rita Macedo: Mujer en papel, recopilado y editado por Cecilia Fuentes. En el camino me cayó en las manos la novela Como polvo en el viento de Leonardo Padura y la obra maestra de Irene Vallejo sobre la historia de los libros: El infinito en un junco.
Al iniciar el año necesité volver sobre La llama doble de Octavio Paz y sobre los dos clásicos de Denis de Rougemont: El amor y Occidente y Los mitos del amor que, en secuencia con el Amor líquido de Zygmunt Bauman, me produjeron algún alivio y nuevas confusiones. Volví a ver las películas que adoro de Giuseppe Tornatore: Malena, Cinema Paradiso y La leyenda del pianista en el Océano. Y disfruté El juicio de los 7 de Chicago y en estos días, la película larguísima sobre los genios musicales: The Beatles: Get Back. ¡Ah! Y también vi: El juego del calamar (sobreactuada y sobrecogedora) y los últimos partidos del Atlas, por morbo y por afinidad local.