Lo mejor que puede ofrecer el gobierno de López Obrador es, según la más reciente ENIGH, una modesta mejora en el ingreso promedio per cápita después de la pandemia. También hay remesas en abundancia, provenientes de la expulsión de paisanos, que han contribuido con creces a ese resultado. No hay más: en el resto de los indicadores de este sexenio, todo ha caído. El reparto de dinero ha servido para paliar la pobreza, pero no la de los más pobres. Ha ayudado a muchas personas a tener un dinerito extra para los gastos, pero tampoco ha suplido las carencias acumuladas.
El gobierno ha echado las campanas al vuelo: por primera vez en cinco años, tiene al menos un dato duro (no otros datos) para defender su proyecto. Empero, como ha sucedido sistemáticamente durante este periodo, negará o distorsionará todos los demás. Ni siquiera ha aceptado que sus programas sociales no están llegando a quienes más los necesitan, sino que se reparten entre quienes ya tienen ingresos propios para comer, vestir y vivir. No reconoce que el aumento de ese reparto corresponde con su incapacidad para garantizar los derechos fundamentales: se han reducido las consultas, los medicamentos y los tratamientos médicos, la educación sigue siendo precaria, no existe ninguna política de cuidados, la educación pública superior está en crisis, la deuda pública se ha multiplicado y la inflación sigue limitando el acceso a los alimentos de la canasta básica. Las lecturas más severas predicen que el sexenio terminará como los de Echeverría y López Portillo, mientras que los mejores pronósticos nos dicen que estaremos igual que en 2018.
Hay que defender los programas paliativos, sin duda. Pero es un error garrafal confundirlos con una política económica suficiente para erradicar la pobreza. Sobre esto ya se ha escrito mucho: el dinero repartido pierde valor con el tiempo y se vuelve papel mojado. Lo único que afirma el ingreso es el salario derivado del empleo estable y protegido por la seguridad social, incluyendo el derecho a la jubilación digna. Y lo que permite erradicar la desigualdad es el acceso parejo a los derechos sociales básicos: alimentos, servicios médicos y medicinas, educación pública de calidad, vivienda digna y acceso al agua, a la energía eléctrica y al gas, a la movilidad y el transporte. Se sabe de sobra que la clave está en evitar que los más pobres tengan que gastar lo poco que tienen en sufragarse ese conjunto de bienes y servicios que el Estado debería proveerles de manera gratuita. Hay ríos de tinta y mucha historia acumulada sobre estos temas.
Lo que el gobierno mexicano está celebrando es la sustitución de los derechos por dinero líquido: les quitó recursos a las garantías para repartirlo. La paradoja que encierra esa decisión es que, en promedio, la gente tiene un poco más de dinero, pero está más desprotegida. En su libro clásico sobre desarrollo y libertad, Amartya Sen se preguntaba de qué le puede servir un millón de dólares en efectivo a un individuo que está a la mitad de un desierto, sin acceso a nada. Esa misma pregunta vale para el caso mexicano: de qué le sirve a la gente un poquito más de dinero líquido (un poquito, nomás) si debe gastarlo en sobrevivir sin respaldo. A las personas les sirve de muy poco, pero al gobierno le sirve mucho: en vez de ciudadanos exigiendo derechos, tiene clientelas agradecidas: un tercio de la población adulta que, probablemente, prefiera pájaro en mano que ciento volando.
Supongo que habrá que esperar al menos un año para discutir estos temas en serio: para intentar que se conviertan en política pública. Por lo pronto, mientras llega el día de las elecciones, habrá mucho más dinero en efectivo (cash, diría el clásico) corriendo por las calles, para pagar campañas y voluntades.