La opinión en contra del elevadísimo costo que pagamos por el financiamiento a los partidos es casi unánime. Quienes intenten defender esas erogaciones, cualquiera que sea su argumento, corren el riesgo de ser molidos a palos por el respetable. Y no faltan razones: no sólo es excesivo el monto que reciben, sino que además es muy caro vigilarlos, gestionar sus pugnas y enfrentar las trampas que cometen elección tras elección.
Y si todo esto fuera poco, habría que añadir el desprestigio público que cargan por los magros resultados que ofrecieron mientras acrecentaban sus espacios de poder. Ya se ha dicho en otras ocasiones: los partidos políticos que emergieron de la transición del siglo XX se convirtieron en los juniors de la democracia. ¿Y quién querría seguir pagándole a esos juniors sus caprichos, sus travesuras y sus nanas?
A diferencia de 1996, cuando el financiamiento a los partidos se agigantó con la reforma electoral —aquella que se presentó como “definitiva”— con el propósito explicito de dotar al PRI de recursos suficientes para mantener vigente su estructura electoral sin hacer uso descarado de las oficinas y del personal de los gobiernos (que era la condición sine qua non de las oposiciones para pactar esa reforma), hoy el recorte de los medios otorgados a todos los partidos le vendría como anillo al dedo al partido del gobierno, que gira en torno del presidente López Obrador y que, para ganar elecciones, no necesita tanto una estructura propia (que de activarse sola podría serle contraproducente), cuanto asegurar que los dineros entregados por el gobierno federal lleguen hasta los últimos rincones del país sin más intermediario que el líder único e indiscutible de Morena.
Al final del siglo XX, el reparto de recursos millonarios le permitió al presidente Zedillo honrar su compromiso de “guardar una sana distancia” con el partido que lo postuló a la Presidencia, mientras que a las oposiciones les convenía hacerse de los medios suficientes para competir con el PRI en condiciones más equitativas. En aquel momento todos se dieron golpes en el pecho por las cantidades de dinero que recibirían, pero todos las tomaron. Y la verdad es que esos recursos multimillonarios les ayudaron mucho al PAN y al PRD para arrebatarle cargos a su adversario principal. Pero ese caudal no sólo desnaturalizó la contienda electoral para convertirla en un mercado, sino que además exigió más y más y más dinero, viniera de donde viniera. Por eso, hoy esas tres siglas están lidiando con la crisis que ellos mismos generaron y carecen de argumentos para oponerse a la solicitud de austeridad propuesta por el presidente López Obrador que, en sus términos, podría anularlos por completo.
Lo único que podrían pedir, en mi opinión, es que el recorte empareje a todos y que se honre la más pulcra equidad en las condiciones futuras de la competencia. Que todos reciban exactamente la misma disminuida cantidad: que no haya un solo peso del sector privado y que todos tengan las mismas prerrogativas para hacer campañas. Ya que Morena no competirá como partido autónomo sino como brazo electoral del presidente y ya que no dependerá de sus campañas sino del éxito de la narrativa y del alcance de los programas del gobierno, sería muy razonable pedir a cambio la equidad total de la contienda: todos abajo, pero todos parejo; ni un peso más a nadie, para asegurar que la pluralidad política —la que haya— se manifieste por la expresión de las ideas y por la calidad de las campañas y las candidaturas, y no por la desigualdad de los medios entregados para ganar votos.
Si de veras queremos reconstruir la democracia sobre la base de la pluralidad y no de la unanimidad, hay que empezar de nuevo: lo mismo para todos y bajo las mismas condiciones. Que el resultado no dependa del dinero, sino de los electores.
Investigador del CIDE