Tiene razón el EZLN: a los pueblos originarios solo se les escucha cuando estallan y se convierten en noticia; y acto seguido, cada uno interpreta lo que viene mejor para sus propios intereses. También acierta cuando se duele de los estereotipos: los indígenas no solo tienen que serlo, sino que además deben parecerlo porque, de lo contrario, pueden ser aún más excluidos. Deben usar sus trajes típicos, huaraches, sombreros, tejidos bordados y huipiles que, además, sirven para lavar conciencias entre quienes se disfrazan con esa ropa para mostrarse solidarios.

Los símbolos de esos pueblos también sirven para el ceremonial político: las limpias, las danzas, los rituales sagrados y (por supuesto) el bastón de mando, ayudan mucho para trasmitir la humildad del poderoso, quien solo se hinca donde se hinca el pueblo. Por su parte, las candidatas a la presidencia se disputan esa misma identidad —una por su origen y otra por su trayectoria— mientras en los medios se discute el precio y la calidad de los bordados que eligieron. En todo caso, queda bien asimilarse con los herederos de las naciones originarias del territorio mexicano, aunque ese mensaje esté dirigido hacia las clases medias y altas que los discriminan.

No hace mucho leí las “Historias Wixaritari” narradas por el coronel Oswaldo Ramos Vasconcelos (Consejo de Cultura de Jalisco, 2022), quien tras haber dedicado su vida a convivir con los huicholes se dolía de los antropólogos, los visitantes extranjeros y los periodistas que creían saberlo todo sobre esa nación originaria, solo porque habían recorrido alguna vez sus tierras, habían asistido a alguna ceremonia y se habían drogado con peyote. Después de 1994, yo también atestigüé que varios de mis amigos y colegas se volvieron zapatistas furibundos y empezaron a vestirse como el subcomandante (hoy capitán) Marcos, para asistir a los debates que tenían lugar en un Sanborns de la ciudad de México.

Hace décadas, allá por los ochentas, también vi cómo abrían las alas los políticos profesionales que querían salvar a los chontales de Tabasco, imbuidos del espíritu del tata Vasco de Quiroga, del fraile De las Casas o del padre Vitoria, mientras se metían de lleno en sus procesos internos de deliberación comunitaria para tratar de influir en sus decisiones colectivas: “dale tu mano al indio, dale que te hará bien”. Y observé el doble éxito que tuvo el laboratorio de teatro campesino e indígena concebido por María Alicia Martínez Medrano: uno brillante pero efímero, cuando se volvió motivo de aplauso entre las élites de México, Nueva York, España, hasta que esa novedad pasó de moda; y otro perdurable en las comunidades donde nació y cuya memoria se conserva intacta.

A unas semanas del trigésimo aniversario del alzamiento que lo convirtió en símbolo mundial, el EZLN ha decidido volver al escenario. Su vocero conoce bien a sus interlocutores de zonas urbanas y también las culpas que cargan quienes alguna vez se dijeron sus aliados; conoce los hilos del periodismo y las ambiciones de los poderosos y es un gran estratega de la comunicación: si dice que ahí vienen, es porque vendrán; y si dice que el regreso será otra vez inolvidable, es porque (muy probablemente) lo será. ¿Cuánto habrá en esa vuelta de espectáculo? Pregunto, porque las buenas conciencias que quieren ganar votos no dudarán ni un segundo en ponerse de nuevo los pasamontañas para subrayar su indigenismo.

Han pasado treinta años y todo sigue igual, o peor. Se han sucedido tres partidos en la presidencia y hemos visto tres proyectos en acción, plagados de palabras y promesas, sin que los pueblos originarios hayan salido un ápice de su condición subordinada, marginal y pobre. Los usarán de nuevo y los olvidarán después. Pero se venderán muchos textiles.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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