En la designación de Xóchitl Gálvez se impuso la ley de hierro de la oligarquía, acuñada hace más de un siglo por Robert Michels. La contienda democrática que habían pactado los aparatos políticos del PRI, PAN y PRD quedó cancelada tras las declinaciones de quienes se habían inscrito como aspirantes a la candidatura presidencial de esa oposición. No ganaron los votos sino los vetos: primero del PAN, cuya dirigencia bajó a Santiago Creel de la competencia y luego del PRI, que traicionó a Beatriz Paredes. El comité organizador quedó rebasado por las dirigencias de los partidos y, al final, el resultado no se resolvió desde abajo sino desde arriba.
No ignoro las razones que adujeron para seguir haciendo lo que hacen: la irrupción de Xóchitl Gálvez le devolvió oxígeno a los partidos que ya parecían muertos y abrió la expectativa de quebrar la hegemonía de Morena. A los dirigentes les preocupaba, además, que el gobierno metiera las manos en las elecciones internas o que la gente no saliera a votar y la euforia terminara en el parto de los montes. Tal vez tomaron las decisiones correctas para proteger a su candidata. Pero no solo negaron la promesa democrática de ese proceso, sino que le pusieron hierros a quien habrá de representarlos. La senadora hidalguense no empezará su campaña arropada por la voluntad popular, sino ungida por los aparatos que dominan a los partidos.
A Xóchitl Gálvez le espera una doble tarea: vencer al gobierno de López Obrador y zafarse de las cadenas que le impedirían cumplir con esa misión. A diferencia de sus adversarios, su candidatura está obligada a la ingratitud: si se somete a las oligarquías partidarias que la eligieron por sus virtudes mediáticas, cargará con sus lastres y tendrá que lidiar con sus vicios. No será fácil olvidar que fue Alito Moreno quien le despejó el camino para hacerse de la candidatura, ni tampoco que, a pesar de la propaganda, será vista como la candidata de un pacto político entre PRI y PAN: esa clase política craquelada que se ostenta a sí misma como la única dueña de la oposición, del mismo modo en que Morena se presenta como la encarnación absoluta del pueblo.
Antes de concluir esta semana conoceremos también el desenlace del drama que se vive en la acera de enfrente. Pero ahí sucede exactamente lo opuesto: no se está disputando la frescura de una candidatura capaz de ofrecer una imagen de cambio y renovación, sino la clonación de la figura presidencial: no ganará quien se diferencie, sino quien se parezca más. Lo que Morena está buscando no son ideas nuevas ni horizontes distintos. Lo que quieren es seguir iguales a sí mismos y afirmarse en el poder, mirándose en el espejo. Si López Obrador tuviera un hermano gemelo, su partido ya tendría candidato. Su aspiración no es despojarse del pasado reciente, sino garantizar la lealtad y la obediencia de los vencidos. Casi todos creemos que será Claudia Sheinbaum y casi todos hemos contenido el aliento esperando las decisiones que tomará Ebrard. No vivirá mucho quien no llegue a ver el final de esta serie.
Del tercero en discordia sabemos menos: Movimiento Ciudadano está afrontando la escisión del gobernador de Jalisco, quien ha preferido la compañía del PAN para controlar la sucesión estatal y mantenerse en el mando. Pero el partido con el que rompió todavía no revela todas sus cartas. Decidido a consolidarse como opción de izquierda socialdemócrata, su principal desafío no será tanto resistir la presión de los dueños de la franquicia de oposición –“o se suman o los desbaratamos”, dijo Marko Cortés– cuanto presentar candidaturas congruentes con su definición ideológica. No será suficiente decir que quiere ocupar la silla democrática que quedó vacía, sino huir de malas compañías, mortales de necesidad.