Atacar a las instituciones autónomas del Estado no sirve sino para consolidar la fuerza de los aparatos políticos. Los aparatos: esas redes de influencia y apoyo recíproco que se imponen sobre las reglas formales; capturan a las organizaciones diseñadas para atender derechos fundamentales; y desvían los fines que debe perseguir el Estado en función de sus ambiciones. Si la legalidad del país es lábil es porque las normas no se respetan sino cuando sirven para afirmar o legitimar los intereses del aparato.

Durante buena parte del Siglo XX vivimos sometidos a esa mecánica: el PRI de esos años no era un partido sino una franquicia del aparato político dominante. Sus integrantes y sus liderazgos eran cooptados o sometidos en función de los intereses tejidos a lo largo del territorio y las leyes no eran más que instrumentos diseñados para formalizar las decisiones tomadas o para amenazar o reprimir a los adversarios. Esas normas también servían como punto de partida para la negociación de las canonjías y de los intercambios de poder y dinero (como los reglamentos de tránsito, para entendernos, que no servían sino para fijar el monto de las mordidas o del chantaje oficial).

Aunque la república nació imaginada, después del primer imperio, como un sistema de pesos y contrapesos entre poderes soberanos y estados independientes en todo lo relativo a su régimen interior, los aparatos políticos se impusieron muy pronto sobre ese diseño. Cooptar o someter a los gobernadores, a los diputados locales, a sus poderes judiciales, a los municipios, a los legisladores federales y a los jueces y los ministros del Poder Judicial fue siempre la estrategia y la clave de esa dominación. Toda esa parafernalia institucional prevaleció a lo largo del tiempo porque estaba capturada en función de las reglas del grupo: no era necesario eliminar todas esas figuras porque servían, además, para repartir cargos y sumar líderes leales alineados a las órdenes superiores y sumisos al código de obediencia establecido desde la cúspide.

Hubo una alborada democrática que duró poco. La pluralidad política de finales del Siglo XX y principios del que ahora vivimos nos hizo creer que esas instituciones podrían liberarse para cumplir sus funciones con autonomía y responsabilidad propia. Por un breve periodo, la Presidencia de la República dejó de ser la referencia obligada e indisputable del resto de los poderes y de los gobiernos locales. Pero la esperanza duró poco: intoxicados por los mismos vicios que combatieron, los nuevos dueños de los poderes públicos reprodujeron la misma mecánica que los asfixiaba como oposición: en vez de liberar a las instituciones para que cumplieran sus cometidos, las repartieron como botín de guerra. Y en menos de cuatro lustros, la mecánica de los aparatos volvió por sus fueros. Pero no todas las instituciones creadas en el camino sucumbieron a esa mecánica antigua.

La rebelión electoral del 2018 fue posible porque el INE, heredero del IFE de finales del Siglo pasado, hizo posible que los votos valieran para cambiar los mandos de la República. Y algunas otras instituciones se mantuvieron firmes: la que controlaba la política monetaria, la que defendía los derechos humanos, la que garantizaba la transparencia y el acceso a la información, la que regulaba la competencia de los mercados, la que controlaba las reglas de las telecomunicaciones, las que impartían la educación superior. Órganos autónomos que le arrancaron algunos pedazos de influencia a los poderes tradicionales para cuidar áreas estratégicas del Estado.

Pero la primavera pasó rápido y el otoño de este sexenio está marcado por el renuevo de los aparatos políticos. Nada ha cambiado. No es lo mismo, pero es igual. Solo cambiaron las siglas.

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