Nunca estuve de acuerdo con la frase acuñada por Joseph de Maistre, según la cual “toda nación tiene el gobierno que merece”. Me parece injusta e imprecisa, no sólo por las odiosas razones que llevaron a su autor a escribirla durante la Revolución Francesa, sino porque omite los procesos históricos de largo aliento y las condiciones objetivas en las que se sitúa la pugna por el poder político. De hecho, la sola idea del mérito, invocada sin anclaje en la realidad que viven individuos y naciones, es un error.
Lo que vivimos el domingo 6 de junio desmiente esa afirmación. A pesar de la pandemia, de la enorme cantidad de puestos en disputa, de las descalificaciones del gobierno sobre la actuación del INE, de la violencia que se extendió durante el proceso y se hizo presente en la jornada, la sociedad sacó la casta e hizo posible que se instalaran casi todas las casillas, que las elecciones transcurrieran en orden y creó las condiciones para que la mayoría saliera a votar y refrendara a la democracia como la única vía posible para asignar mandatos. Una y otra vez —en las elecciones, en los terremotos, en las inundaciones, en la defensa de los derechos y en la construcción de paz— la sociedad mexicana ha estado por encima de la clase política que la gobierna.
El problema es que está fragmentada, no actúa de consuno y no cuenta con espacios suficientes para subirle la vara a los partidos y a los gobernantes que dicen representarla. Cuantas veces se ha intentado construir esos espacios para que la sociedad actúe con mejor organización —con excepción de los procesos electorales—, la clase política los ha bloqueado, desdeñado y/o capturado. Y no me refiero a la falsa dicotomía entre pueblo y sociedad civil (que, ya de suyo, revela la intención de desmovilizar a quienes desean participar de los asuntos públicos sin someterse a la bota de los poderosos), sino a las instituciones que en algún momento fueron diseñadas para facilitar y promover la vita activa, como le llamaba Hannah Arendt, de quienes están dispuestos a participar pero no encuentran cómo ni dónde.
Frente a la garra democrática de esa mayoría social, los dos polos que se disputan el mando del país han reaccionado en sentido opuesto. El PRI optó siempre por la manipulación y, en el mejor de los casos, por la “democracia dirigida”. Los gobiernos y los partidos de la transición democrática de principios de este siglo, por la captura y el reparto de los puestos y los presupuestos: cuotas y cuates. Y el gobierno de López Obrador, que llegó al poder oponiéndose con valentía a esa lógica excluyente, apenas lo tuvo en las manos, decidió atacar con fiereza a cualquier expresión social que se atreviera a contradecirlo o criticarlo. Los manipuladores fueron suplidos por los simuladores y éstos, ahora, por los controladores: nada que se oponga, nada que contradiga, nada que sea autónomo, nada que sea libre; “o estás conmigo o estás contra mi”. Y punto.
La sociedad se hartó del PRI y, aunque hubo de pagar un costo altísimo por librarse del régimen de hegemonía absoluta, finalmente lo doblegó. Venció después, mucho más rápido, la arrogancia, la corrupción y los excesos de los juniors de la transición. Y ahora enfrenta la embestida (qué contradicción) de quien dice encarnar todos sus intereses, mientras busca abierta y obsesivamente concentrar todos los poderes en sus manos.
Habrá que seguir bregando, porque la clase política que ocupará los cargos principales durante los siguientes años está muy lejos de la vocación democrática, participativa, libertaria y pacífica de la sociedad a la que intentará gobernar. No pasará mucho tiempo antes de que sea evidente esa enorme diferencia, que seguirá negando la frase célebre de Joseph de Maistre.