El curso de acción que ha tomado el gobierno en materia electoral revela, con nitidez, que el presidente no quiere someterse al juicio imparcial de las urnas en el 2024. Es evidente que ha optado por asegurarse la continuidad en el poder a cualquier costo. Está haciendo todo lo necesario para mantener al gobierno —y a las fuerzas armadas— en campaña política permanente, está echando mano de todos los recursos públicos a su alcance para comprar respaldos y voluntades sin restricciones y está por cerrar el asedio a los órganos electorales, hasta minarlos y controlarlos completamente.

El significado de la palabra democracia, para la 4T, no corresponde con la definición que ha venido depurando la ciencia política desde su origen. Para el presidente y quienes lo siguen, la única democracia posible es la dictadura de la mayoría, encarnada en el líder y respaldada por su aparato de dominación. A estas alturas, ya no tengo ninguna duda de que la contrarreforma electoral que está en curso no es sino la culminación del proyecto que se ha venido fraguando desde que comenzó este sexenio para hacerse del control total del Estado. Sobre esa base, el presidente podrá decidir quién simulará sucederlo el año siguiente, sometido a su voluntad.

Todo el dinero del gobierno y todo el aparato burocrático y represivo están volcados en esa dirección. Los espacios que todavía quedan disponibles para la resistencia están siendo cada vez más atacados, a veces de manera frontal y en otras con trampas; los órganos autónomos del Estado que fueron creados en este Siglo para contrapesar al presidencialismo anterior están casi anulados; el Poder Legislativo es un engranaje más del Ejecutivo; y el control absoluto del Judicial ya solo depende de la dignidad de un puñado de ministros en rebeldía. Faltaba redondear la faena, mediante el control de las elecciones y esa misión ya está en curso.

El aparato político ha decidido jugar con el tiempo para evitar que la contrarreforma electoral pueda, eventualmente, caerse en la Corte —considerando que la mayoría de las y los ministros estuvieran dispuestos a jugarse la vida en esa decisión. No sólo hicieron un Plan B para porfiar en su voluntad de evitar la competencia pareja en el 2024 sino que, a sabiendas de sus excesos, están jugando a las chicanadas para imponerla de todos modos. Y en el camino, de paso, decidieron formar un comité de selección para suplir a cuatro consejeros electorales del INE con personas leales al presidente, en una estrategia diáfana de poder: si no se puede por fuera, controlarán las elecciones por dentro. Y si pueden por ambos lados, tanto mejor.

El temor que siente el gobierno no carece de fundamento. El presidente sabe que su sexenio terminará mal: en materia económica, el crecimiento real será inexistente. Tampoco habrá resuelto el problema principal que le llevó a gobernar, pues el próximo año habrá más pobreza que nunca. No habrá resultados satisfactorios en seguridad y la corrupción seguirá campeando en la vida pública. Nada de esto es especulativo ni tiene otros datos: así será, inexorablemente. Además, el carisma del líder será intransferible, de modo que a la decepción por los resultados se sumará la frustración por el final inminente del sueño que no se cumplió. En esas condiciones, competir en un plano de igualdad democrática les resultaría sumamente riesgoso.

Cuando completen la obra —ya falta poco— controlarán la competencia, la organización y los resultados electorales. No serán invencibles por convicción, sino por la fuerza, la necesidad y el abuso del poder. Ya lo sabemos a ciencia cierta: el proyecto democrático, pluralista y libre, habrá muerto con este sexenio. A eso iremos en el 2024: a escribir el epitafio de una generación.

Investigador de la Universidad de Guadalajara