Nos debemos una deliberación.

Asumamos que las decisiones tomadas por el presidente no están encontrando límites ni contrapesos; asumamos que ha venido reuniendo más poderes día tras día, de manera inversamente proporcional a la pérdida de autonomía, capacidades y viabilidad de las instituciones otrora diseñadas para atemperar la hegemonía del Ejecutivo federal. Asumamos que la velocidad con la que esas decisiones se han ido amontonando (elijo este verbo con cuidado) es equivalente a la debilidad de las respuestas y a la potencia del resentimiento social exacerbado por los agravios del pasado. Esa ecuación explica buena parte de la historia en curso.

La estrategia política elegida exige la acumulación constante del poder, en tanto que se sostiene en la crítica tenaz e incluso contumaz al pasado inmediato del país —de 1982 en adelante— lo que reclama, en consecuencia, la destrucción deliberada de todo lo que recuerde o perviva de ese periodo, sin distingos ni matices. Se equivocan quienes suponen que el presidente puede modificar sus miradores escuchando las razones que se esgrimen para persuadirlo, pues la intransigencia es la columna vertebral del proyecto que está en marcha. Cualquier atisbo de negociación o de debilidad lo quebraría, pues en su lógica no hay un proceso de reforma sino una revolución. Y las revoluciones, por definición, no admiten tregua, ni respiro, ni desviación alguna.

Mientras más gritos se escuchan entre quienes se duelen de esa destrucción deliberada, más aliento cobra el presidente. Porque de eso se trata: de triturar las instituciones y las intermediaciones que se fueron construyendo por los conservadores, como les llaman, de modo que esas quejas y esos lamentos no hacen sino refrendar, para ellos, que el proyecto del líder único del movimiento revolucionario avanza. Cuando el presidente dice que sus adversarios le dan ternura no ironiza, pues avasallar es la consigna de los revolucionarios.

Digo que nos debemos una deliberación sensata, empero, porque buena parte de las críticas y de los argumentos que hemos ido enderezando contra esa concentración individual de poder se originan en una lectura que no tiene nada que ver con el sentido radical de la transformación que se ha propuesto encabezar el caudillo de este nuevo siglo.

Nos dolemos de la polarización, del culto a la personalidad, de la ruptura de las (aquellas, sus) instituciones, del sometimiento de los poderes constitucionales, de la pugna contra los gobiernos estatales, del implacable ataque a la prensa crítica, a los intelectuales, a los académicos, a las organizaciones de la sociedad civil; del uso discrecional de los dineros públicos; de las huestes civiles entrenadas bajo el signo de José María Morelos y Pavón (los Siervos de la Nación); del uso intensivo de las fuerzas armadas para tareas políticas ajenas a su misión original… Nos dolemos de todo lo que contradice al Estado plural, democrático y social que alguna vez imaginamos: de aquel futuro que no tuvimos. Pero sucede que cada una de esas piezas forma parte de la transformación deseada por el presidente. En todas ellas, para quienes hoy gobiernan el país, no hay contradicción sino confirmación.

Nos debemos una deliberación a fondo para comprender y nombrar lo que hemos venido atestiguando, ya sea para avalarlo o para combatirlo, pero a conciencia.

Investigador del CIDE

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