Ya no volveremos nunca; cuando sea posible retomar las actividades cotidianas —cualquier cosa que eso signifique— el mundo habrá cambiado definitivamente y las circunstancias ya no serán las mismas. Habrá que adaptarse a una situación inédita y, al mismo tiempo, lidiar con las inercias y los obstáculos impuestos por quienes creen que todo esto se convertirá en una anécdota. No es cierto. Nos esperan tiempos difíciles: depresión económica, tensión social y polarización política.
Pero también podríamos estar —¿por qué no?— en las vísperas de una nueva conciencia colectiva, que podría llevarnos a la construcción de un movimiento capaz de modificar nuestra forma de concebir la vida en común. Uno que comprenda y asuma las lecciones de esta crisis incluyendo su inevitable globalidad y, en contrapartida, la arrogante debilidad de los gobiernos nacionales. Una crisis mundial que no sólo ha desafiado todas las fronteras físicas e ideológicas sino que ha revelado la torpeza de los países que se negaron a garantizar los derechos sociales a tiempo y hoy están pagando con creces ese error, y de los que siguen creyendo, necios, que proteger la integridad y la dignidad vitales equivale a repartir dinero para rodearse de gratitudes.
La pandemia está despertando una nueva conciencia colectiva que habrá de convertirse —eso deseo y eso quisiera— en una poderosa presión mundial para exigir el derecho a la vida, de todos y para todos. El verdadero derecho a la vida: no las migajas de lo que va sobrando entre proyectos faraónicos y ocurrencias presupuestarias, en la peor versión de la democracia clientelar, sino la más plena garantía del derecho a la salud y a una vida digna, incluyendo una renta mínima vital para quienes la necesiten y el acceso a la vivienda para quienes no tienen: casa, comida y sustento. ¿Acaso no se entiende que la negación de esa forma de concebir el desarrollo social está en la base de la crisis de salud que, a su vez, ha hecho estallar a la economía mundial? ¿De veras es tan difícil comprender que no es lo mismo entregar dinero que garantizar derechos? Cuando se diseñan programas de reparto de dineros, son los gobiernos quienes seleccionan y controlan a las personas: son los poderosos quienes someten a los desposeídos, por hambre; cuando se garantizan derechos, en cambio, el gobierno no selecciona ni somete a nadie, sino que está obligado a cumplir con el mandato que asumió ante los titulares de esos derechos, sin excepciones ni exclusiones políticas.
La conciencia que está despertando es necesariamente igualitaria, pues nunca fue más evidente que de esto no se salva quien tiene más dinero e influencia: todos somos vulnerables y, en el camino, todos necesitamos de todos. Una economía quebrada y fragmentada no le conviene a nadie y, por fin, empieza a ser evidente que el mejor modelo económico no es el que hace gotear dinero de los ricos hacia los pobres, sino el que se produce desde abajo, garantizando los derechos laborales y sociales de todas las personas; una economía exitosa es una donde hay trabajo digno y remunerativo, un sistema fiscal justo y la más extendida capacidad de compra.
Tengo la esperanza de que la revolución de conciencias que ha traído esta crisis desemboque pronto en una potente acción colectiva, para rendir a los gobiernos que se niegan a los derechos universales, a una renta mínima vital y a redistribuir el ingreso mediante un buen sistema fiscal y trabajo dignamente retribuido. Las causas de los problemas que estamos enfrentando no pueden ser más claras y, a estas alturas, sería imperdonable tropezar una vez más con la misma piedra. Comprendo que esa piedra está hecha de ambición política y es muy fuerte: como una roca. Pero la conciencia colectiva es dinamita y, ahora sí, está despertando.
Investigador del CIDE