El libro más conocido y celebrado de John F. Kennedy se titula Profiles in Courage (historias de pundonor, traduciría yo). Lo escribió cuando era senador por Massachusetts para recordar ocho momentos en la historia del Senado de su país, en los que algunos legisladores decidieron contradecir a sus partidos —y aún romper con ellos— en defensa de sus principios y sus convicciones personales. No lo hicieron como resultado de un cálculo para ganar espacios de poder o más popularidad, sino incluso a sabiendas de los costos políticos que pagarían; y, aún así, optaron por la integridad y la congruencia.
La historia mexicana ha colocado a las y los senadores de Morena en una situación igualmente excepcional: esta semana decidirán si respaldan la reforma electoral que les ordena el presidente o si la detienen, cuando todavía es posible. A estas alturas, ya no cabe duda alguna de que en esa decisión se juega el destino del país: si pasa, el bodoque que saldrá de ahí no podrá organizar elecciones confiables en la siguiente ronda sucesoria y sobrevendrá el conflicto que prepara el presidente —con premeditación, alevosía y ventaja— para prevalecer. Cada uno lo frasea según su conveniencia, pero no hay nadie medianamente informado que no anticipe el ominoso desenlace que traerá la destrucción del INE, en las vísperas del proceso electoral presidencial.
En su prefacio a “La marcha de la locura” —otro libro que no tiene desperdicio—, Barbara M. Tuchman afirma que “en cuestiones de gobierno la humanidad ha mostrado peor desempeño que casi en cualquier otra actividad humana. (…) ¿Por qué quienes ocupan altos puestos actúan, tan a menudo, en contra de los dictados de la razón y del autointerés ilustrado? ¿Por qué tan a menudo parece no funcionar el proceso mental inteligente?”. A pesar de tener toda la información, la experiencia y los medios suficientes para advertir las consecuencias negativas que traerán sus decisiones, los gobernantes optan con frecuencia por la locura: dicen que no pasará lo que resulta obvio, aseguran que conjurarán los males que el más elemental sentido común advierte y confían mucho más en su poder que en la lógica más simple. Y las secuelas son devastadoras.
Quienes han venido respaldando la reforma de López Obrador saben que el propósito es disminuir las capacidades de organización del INE, restarle presupuesto y personal en áreas neurálgicas de administración, eliminar la estructura profesional que hace posibles las elecciones en todos los distritos, limitar sus capacidades de sancionar los abusos de partidos y de candidatos, anular el programa de resultados electorales preliminares y minar al Tribunal Electoral. Nada de esa reforma está fraseado en positivo y no hay una sola línea que aspire a consolidar el sistema electoral. Es, literalmente, una reforma odiosa contra el INE: “En más de 30 años de existencia —se atreven a decir, de espaldas a la historia y la evidencia—, en vez de garantizar elecciones libres, confiables, democráticas, auténticas, ha convertido a una élite académica en garante de abusos en el uso de gasto público y cómplice protectora de conductas electorales fraudulentas e ilegales, lo que ha retrasado el tránsito político de México hacia la democracia”.
Algunos senadores y senadoras de Morena ya han anticipado su obediencia ciega a la nueva verdad histórica, redactada desde el Palacio. Queda en vilo el grupo que encabeza Ricardo Monreal: el desechado y vilipendiado precandidato a la Presidencia de ese partido, quien se jugará todo su destino y toda su trayectoria en una sola decisión que afectará, en cualquier sentido, la historia mexicana. No valdrán discursos ni aclaraciones posteriores: Monreal decidirá si pasa o no, la reforma de la locura.
Investigador de la Universidad de Guadalajara