Dice el presidente que nada de lo que sucedió en los últimos 36 años vale la pena: que desde 1983 a la fecha no hay ninguna reforma que rescatar o consolidar, porque todas pertenecen a la noche neoliberal cuya eliminación define, esencialmente, el alma política de la 4T. Para el gobierno de México, la verdadera transición no habría comenzado sino hasta el 1 de julio del año pasado.

Con ese criterio, son muchas las instituciones que deben romperse o suplirse, porque durante ese periodo quedó atrás el sistema de partido prácticamente único para dar paso al nuevo régimen de partidos. Para desechar toda la mala herencia a la que alude el presidente de México habría que borrar la pluralidad construida durante la noche de los 36 años pasados, habría que eliminar toda la historia del IFE/INE y de los tribunales electorales y habría que volver a empezar con la hechura de otras opciones políticas. Entre las existentes, sólo sobrevivirían el PAN y el PRI —en ese orden— porque todas las demás nacieron durante esos años. Pero procediendo de esa manera, habría que considerar también que antes de 1983 todo el país era gobernado por un solo partido.

En ese tiempo surgió también la pluralidad en los municipios. Los regidores de representación proporcional se establecieron, justamente desde 1983, en todos los ayuntamientos de México. Y seis años después, los partidos contrarios al PRI comenzaron a gobernar en las entidades federativas, de modo que el federalismo, que antes no era sino una fachada y el eco de las decisiones presidenciales, cobró carta de identidad. Anular esa trayectoria equivaldría, en consecuencia, a desandar todos los procesos de descentralización política gestados desde ese momento, ignorar el régimen de coordinación fiscal que se renovó en la década de los años noventa y desconocer la deliberación asentada en los congresos locales. Habría que hacerlo, porque todo eso ocurrió durante la noche neoliberal.

Durante ese largo periodo se modificó también la composición de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y los ministros, desde 1994, fueron ganando nuevas facultades como contrapeso de las decisiones tomadas por los otros poderes. Y mucho más tarde, en 2011, una ambiciosa reforma arraigó la defensa de los derechos humanos como prioridad sustantiva en el texto constitucional y trajo al primer plano legal las obligaciones contraídas por el Estado a través de tratados y convenciones internacionales. En el camino, nació la CNDH, la Fiscalía General con carácter autónomo y todo el sistema de protección de derechos fundamentales que, a juicio de quienes niegan la validez de esos cambios, tendrían que desaparecer por completo, pues ninguno existía antes de 1983.

Finalmente, fue hasta que llegó el nuevo siglo cuando se crearon las condiciones para forzar a las administraciones públicas a abrir sus archivos —o incluso, a tenerlos—, en nombre del derecho a saber y de la exigencia de rendir cuentas. En el camino, el Banco de México, el Inegi y la ASF cobraron autonomía constitucional y emergió una nueva concepción del servicio público como asunto de todos, que cuajó en las reformas que le dieron base al Sistema Nacional Anticorrupción. Hace 36 años, ni siquiera cabía la posibilidad de imaginar el derecho fundamental a la buena administración o a la fiscalización independiente de los recursos públicos, que se fueron colando a tirones hasta el año 2014. Pero que hoy, de ser cierta la decisión de eliminar todo lo que haya ocurrido antes, tendrían que desaparecer por completo.

No afirmo que todo esto haya funcionado bien, ni mucho menos. Pero entre todas las cosas que sucedieron entre 1983 y 2018, seguramente hay algo que rescatar, con dosis equivalentes de objetividad y magnanimidad. En todo caso, me pregunto si no sería mejor decir que estamos, acaso, en la 5T.

Investigador del CIDE

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