Me pregunto si la clase política mexicana refleja con fidelidad lo que somos. ¿De veras formamos parte de una sociedad abusiva, enconada y tramposa? A la luz de lo que estamos viviendo, la respuesta es devastadora: si nuestros líderes son el espejo fiel de la sociedad, tendríamos que aceptar que estamos condenados por la codicia y la ambición de poder. Algunos lo celebrarán: ¡qué bueno que por fin la política se quita las máscaras y representa lo que realmente somos! Otros preferiremos creer (¿ciegos o ingenuos?) que México es cien veces mejor que sus liderazgos políticos.

A la luz de la ofensiva que el gobierno y su partido han emprendido en contra de las normas y las autoridades electorales –que nadie oculta ni niega–, las oposiciones políticas han decidido avalar ese despropósito y secundarlo. En vez de tratar de impedir que las reglas del juego sean vulneradas y de exigir que se cumplan, están preparando su propia simulación. Ya que Morena inició su campaña política fuera del plazo establecido en la ley, pasando por encima de las normas de registro, financiamiento, fiscalización y uso de recursos públicos, ellos han optado por hacer exactamente lo mismo. Dirán que la nueva regla no escrita ha de ser pareja: lo que hace la mano, hace la tras.

El presidente no solo ha celebrado sino estimulado a sus adversarios a seguir el ejemplo y estos, listillos y avezados en las lides electorales, están discutiendo su propia versión de la trampa para burlar leyes. Alegan que no deben rezagarse ni permitir que el partido oficial siga en campaña, sin ofrecer resistencia en los mismos terrenos. Dicen que, si esperan a los plazos legales, llegarán tarde a la competencia y sostienen que, si las autoridades han sido indulgentes con las decisiones tomadas desde el Palacio Nacional, también tendrán que ser tolerantes con ellos. En suma: si alguien se salta la fila para entrar antes y lo consigue, hay que romper la fila.

Las oposiciones se han disparado en los pies varias veces –siempre con el beneplácito del gobierno–, pero esta vez están disparando a ciegas. La coalición aberrante que han decidido formar no solo anula su identidad propia y contradice su historia, sino que le ha servido al presidente para demostrar que, en efecto, todos sus adversarios son una y la misma cosa. ¿Quién podría distinguir ahora al PAN, del PRI y del PRD? Por otra parte, obstinados en hacer sumas felices con los ábacos del pasado, insisten en ignorar la importancia de las percepciones y las emociones que, en todo el mundo, están determinando los resultados electorales del Siglo XXI. Y, además, están consolidando la mecánica de la polarización política irreductible que constituye el cimiento de la estrategia política de Morena. Que nadie culpe al presidente de esa conducta: todo eso lo han hecho y lo siguen haciendo solitos.

Empero, el despropósito que están a punto de cometer es más grave: esta vez no se estarán destruyendo a sí mismos, sino que estarán convalidando el desafío del Poder Ejecutivo y del partido oficial a las reglas del juego, a las autoridades responsables de hacerlas valer y, de paso, al Poder Judicial. No han caído en cuenta de lo que eso significa: si todos apuestan por la ruptura y la deslealtad institucional, y entre todos patean la mesa donde se dirimen los conflictos de forma civilizada, lo que prevalecerá será la ley del más fuerte. No será el derecho, sino las vías de hecho, las que determinarán el desenlace de los excesos de nuestra clase política.

Ojalá, arrinconado por esta locura (que podría llevar a que el único registro legal de candidatura a la presidencia, hasta ahora, sea el de Movimiento Ciudadano), el Tribunal Electoral del Poder Judicial detenga en seco a todos. Me niego a creer que no tenemos remedio.

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