Decir que el propósito de la reforma política propuesta por el presidente es atacar al INE y al Tribunal Electoral es repetir una obviedad: lo ha dicho él mismo muchas veces y sin dejar lugar a dudas. ¿Para qué quiere esa reforma? Citando al presidente: “para contar con consejeros y magistrados verdaderamente autónomos y no dependientes de la oligarquía (sic)” (A la Mitad del Camino, p. 262). Quiere, pues, descabezar ambas instituciones para poner en su lugar a otros que le sean confiables.
Para lograr su cometido, el presidente ha buscado minar ambas instituciones con todos los medios a su alcance: las ha criticado una y otra vez desde sus conferencias y desde sus libros, ha promovido reformas legales —algunas, contrarias a la Constitución—, les ha bajado el presupuesto, las ha denunciado ante la Corte y ha auspiciado que su partido y su mayoría legislativa las confronten en todos espacios de poder con los que cuentan. Se trata, indiscutible y claramente, de una ofensiva deliberada del gobierno mexicano en contra de la autonomía de esos dos órganos.
En busca de alguna textura democrática que lo justifique, el presidente apela a la participación de los tres poderes para proponer personas bien calificadas y al voto popular. Dudo que el titular del Ejecutivo ignore el procedimiento que hoy está vigente en la Constitución para designar a esos servidores públicos, que ya incluyen esos dos principios. Pero vale la pena recordarlo: con el fin de asegurar sus cualidades profesionales, las candidaturas para el cargo de magistrado electoral las formula la Suprema Corte de Justicia; y las de consejeros, se integran por un comité nombrado por la Cámara de Diputados, que sigue un procedimiento técnico, abierto y transparente, para verificar las competencias de quienes aspiran a ese puesto. Una vez revisadas las candidaturas en ambos casos, el Senado elige a las y los magistrados del Tribunal Electoral y la Cámara de Diputados a las y los consejeros del Consejo General del INE, por mayoría calificada. ¿Y quién decide cómo se conforman esas mayorías calificadas? El pueblo, a través del voto universal, directo, libre y secreto.
El presidente está invocando principios que ya están garantizados: la participación de los poderes y la integración democrática de esas autoridades. En cambio, omite el de la independencia que es, desde cualquier punto de vista, fundamental para el buen funcionamiento de esas instituciones, cuya misión consiste en dar certeza y legalidad a la validez del voto popular. ¿Por qué? Porque en su opinión, quienes hoy ocupan esos cargos son “dependientes de la oligarquía”. ¿En qué se basa el presidente para formular esa gravísima acusación? La respuesta es circular: se basa en su opinión.
Todo esto pasaría como un exceso y poco más si no fuera porque va en serio. Esas instituciones, que organizaron y validaron las elecciones del 2018, existen gracias a las reglas del juego electoral y la pluralidad democrática que fueron echando raíces desde el final del Siglo XX. Antes no existían, porque había un régimen de partido casi único que controlaba todo y organizaba elecciones para legitimar, periódicamente, a las personas designadas o aprobadas por el presidente y su partido. Fue la pluralidad la que propició la existencia de los órganos que hoy están siendo atacados y sin ellos, a su vez, sería imposible imaginar siquiera la alternancia en el poder o el triunfo de López Obrador.
Empero, hoy estamos ante un líder que se ha propuesto crear un régimen polarizado o, si se prefiere decir de otra manera, bipolar: los que gobiernan y los que se oponen, desechando todos los matices. Y ante esta simplificación rotunda, quienes no están iluminados por el presidente deben ser eliminados, a cualquier costo.