El informe publicado por Oxfam con el título: “La ley del más rico”, demuestra que el Siglo XXI ha desandado los caminos que, a pesar de todo, se habían venido construyendo durante el siglo previo para mitigar la desigualdad social —como lo mostró hace poco Thomas Piketty en su libro: Una breve historia de la igualdad—. Oxfam revela que lo poco que se había ganado se perdió porque la mayoría de los gobiernos del mundo renunció a sus obligaciones fiscales para mitigar la distancia entre la opulencia y la miseria —según la formulación clásica de José María Morelos.
Desde el año 2020 —dice ese informe— el 1% más rico de la población ha acaparado casi dos terceras partes de la nueva riqueza generada en el mundo. Eso significa que “la fortuna de los milmillonarios aumenta 2 mil 700 millones de dólares cada día, mientras que los salarios de al menos 1 mil 700 millones de trabajadoras y trabajadores (…) crecen por debajo de lo que sube la inflación”. Otra forma de leer los mismos datos —según las y los autores del texto que estoy citando— es que “por cada dólar de nueva riqueza obtenida por una persona perteneciente al 90% más pobre de la humanidad, un milmillonario se embolsa 1 millón 700 mil dólares”.
Para romper este nuevo ciclo de acumulación de la riqueza y expansión de la pobreza, Oxfam propone cobrar más impuestos a los más ricos, pero no para repartir monedas a los pobres —siguiendo el modelo clásico de Robin Hood— sino para “aumentar el gasto público en sectores como la salud, la educación y la seguridad alimentaria (…), así como para financiar una transición justa hacia un mundo con bajas emisiones de carbono”. Considerando que “de cada 100 dólares de riqueza generada en la última década, 54.4 han ido a parar al 1% más rico de la población mundial, mientras que el 50% más pobre ha percibido solamente 70 centavos” —sigo citando el texto coordinado por Chiara Putaturo—, lo más razonable sería aplicar “impuestos de solidaridad con carácter temporal sobre la riqueza y los beneficios extraordinarios (o sobre las ganancias) de las grandes corporaciones, así como impuestos mucho más elevados sobre los dividendos”.
La evidencia que se ha venido reuniendo para demostrar que la desigualdad actual no podrá mitigarse sin emprender una reforma fiscal justa ya es caudalosa. Tan vasta y contundente, como la que demuestra que la ruta de la austeridad del gasto público no ha hecho más que favorecer la concentración del ingreso y empobrecer más a quienes, ya de suyo, carecen de riqueza. La salida de este ciclo de desigualdad brutal que ya está marcando a este Siglo ominoso —cuyos rasgos principales ameritan un comentario aparte— no está en achicar a los gobiernos ni en suplir a las administraciones públicas por cajeros automáticos para dispersar dinero en efectivo, sino en incrementar los recursos y las capacidades del Estado para garantizar a plenitud el derecho de los pobres a una vida digna, de la cuna a la tumba.
Lo que no dice el informe de Oxfam es que la reforma fiscal que sugiere, de suceder, no serviría de nada en un Estado cuyas oficinas de gobierno no funcionan bien, en parte porque han sido desmanteladas y carecen de proyectos de profesionalización y, en parte, porque están capturadas como botín de quienes han ido ganando elecciones. Por esas razones sabemos que lo que estamos haciendo en México —más allá de los manidos discursos cotidianos— no es suficiente para erradicar las causas de la desigualdad: no cobrar más a los más ricos, reducir el tamaño del gobierno en aras de la austeridad y repartir un poquito de dinero en efectivo (que de todos modos no alcanza para resolver la vida) no sirve para romper el ciclo que describe Oxfam. Pero no hay peor sordo que quien se niega a oír.