La tensión que está precediendo a los comicios revela que los votos siguen siendo la mejor fuente de legitimidad política posible. Se dice rápido, pero no siempre fue así y si nos descuidamos, podría dejar de serlo. A pesar de las campañas negras, de la violencia que se ha dejado crecer impunemente, de la descarada intervención del presidente, del uso partidario de las instituciones dizque autónomas, de las descalificaciones cruzadas entre los dos bandos principales y de las mentiras que han corrido como el agua, todo sigue girando en torno de la jornada electoral del 6 de junio.
Empero, lo más relevante de ese día crucial no será tanto el veredicto de las urnas (aun siendo fundamental), cuanto la conducta del presidente López Obrador. Dicen sus partidarios incondicionales que es un demócrata y que acatará los resultados aunque le sean aciagos. Ojalá sea así. Pero lo cierto es que desde el final del Siglo XX —es decir, desde que los votos se convirtieron en la única fuente aceptable de la legitimidad política, en el sexenio de Zedillo—, ningún presidente de la República había atacado tanto y tan constantemente a las instituciones electorales como López Obrador. Si lo más difícil de un proceso electoral es construir la aceptabilidad de la derrota, lo que ha venido haciendo el presidente es lo contrario: de manera sistemática y concienzuda ha ido creando las condiciones narrativas para desconocer los resultados si le son adversos, o para terminar de quebrar esas instituciones, si le son propicios.
La siguiente etapa de esa destrucción deliberada podría empezar el mismo 6 de junio en la mañana —o incluso antes—, cuando la jornada quedará en manos de los funcionarios de casilla, y todo su desarrollo descansará en la lealtad con la que jueguen las tres fuerzas que estarán disputando cada voto. De hecho, desde los días previos, el proceso electoral se vuelve vulnerable en la medida en que los paquetes con las boletas, las urnas y las actas duermen en las casas de esos ciudadanos. Y ya en plena jornada, será crucial que se instalen todas —o casi todas— las 162 mil 248 casillas y que el día transcurra en calma. Para eso, sin embargo, es preciso que nadie se proponga boicotear las elecciones con el propósito de añadir nuevos argumentos para devastar a las instituciones que las organizan. Las fake news que corren por las redes alertando de supuestos fraudes maquinados desde el INE, ya constituyen un mal augurio de lo que podría sobrevenir después.
Registremos a conciencia que por primera vez en la historia mexicana —aquí sí, en toda la historia del país— estas serán las primeras elecciones que se celebren bajo el signo de la más firme y decidida animadversión del poder ejecutivo federal hacia sus organizadores. Hasta 1996, todas las elecciones las controló el gobierno y, desde esa fecha hasta ahora, a ninguno le convenía patear la mesa electoral. En cambio, ya declarado como enemigo de la diversidad y dispuesto a imponer una sola versión de México a partir del pensamiento único, el gobierno de López Obrador se ha propuesto suplir la dominación legítima que se basa en la aceptación de la legalidad y de sus consecuencias por otra carismática, que descansa “en la entrega extracotidiana a la santidad, el heroísmo o la ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas”, según la formulación clásica de Max Weber.
Así que el 6 de junio terminará una etapa, pero comenzará otra más profunda para mantener vigente la legitimidad que aún pervive en México, pesar de todo. Por encima de los resultados, de los triunfos y de las derrotas de cada bandería, lo más importante será refrendar la autoridad de los votos emitidos como la única vía para decidir el destino del país.