Ninguna de las grandes transformaciones que ha vivido el país fue obra de un hombre solo: todas fueron acción colectiva, fraguadas con mucho esfuerzo, con muchas contradicciones y mucho tiempo. Ninguna llegó exactamente al lugar que se había propuesto y todas atravesaron por momentos de traición y derrota; pero ninguna podría subsumirse en la biografía de una sola persona. Las grandes páginas de México han sido escritas por muchos y muy buenos autores.
La transformación a la que está convocando el presidente López Obrador tiene como virtud principal la necesidad, pues es imposible imaginar el futuro del país repitiendo las viejas formas de gobernar y reproduciendo los mismos vicios. Nadie en su sano juicio podría suponer siquiera que los graves problemas que vive México —¿hay que repetirlo?— pueden ser afrontados siguiendo las pautas que los agigantaron. Sin embargo, el mayor defecto de la convocatoria presidencial es que todo emana, transita y termina en el control y la decisión individual de quien convoca. Todo este episodio de la historia de México está teniendo un actor único y una sola voz.
Me preocupa. Siempre que México ha depositado la necesidad de un cambio en una sola voluntad, el resultado ha sido nefasto. La lista incluye, por lo menos, a Santa Anna antes y después de la derrota ante los Estados Unidos, a Porfirio Díaz después de la ruptura entre los liberales, a Plutarco Elías Calles después del asesinato de los grandes líderes revolucionarios y a Carlos Salinas de Gortari después de la escisión del PRI. Todos esos líderes surgieron del conflicto y de los defectos acumulados durante la etapa previa y todos acabaron exacerbando los problemas que debían resolver. Santa Anna, el defensor de la soberanía nacional, acabó entregando la mitad del territorio de México, Díaz anuló la trayectoria de libertades acuñada por sus viejos aliados e instauró una dictadura, Calles apacentó a la revolución y le quitó su impulso social e igualitario y Salinas rompió el consenso del régimen que había surgido en su partido en aras de una modernidad neoliberal, frustrada en su recuento social postrero, que dejó a México sumido en la polarización y en el conflicto armado. La lección inequívoca es que los grandes cambios, los que realmente merecen la pena, no son, nunca, obra de autor único.
En la Independencia, Hidalgo no estuvo solo jamás. Cada año, en el mes de septiembre, hacemos recuento de aquella lista de insurgentes que iniciaron esa lucha, aunque no lograran culminarla. Fueron varias cohortes las que se articularon a lo largo de dos décadas para inaugurar, finalmente, la historia de México propiamente dicha. Sin Morelos, sin Aldama, sin Allende, sin Matamoros, sin Mina, sin la Corregidora, sin Guerrero, sin Victoria y sin Quintana Roo entre un larguísimo etcétera, nada de esa gesta habría acontecido. Si todo se hubiera concentrado en el padre Hidalgo, la Independencia habría sido un fracaso. Lo mismo sucedió con la Reforma: nadie se atrevería a sugerir que todo lo logrado fue obra de Benito Juárez y de nadie más. Si hubo una generación brillante en la vida política de México, esa fue la generación de la Reforma. ¿Y de quién es la obra revolucionaria? ¿De Madero solamente? ¿O De Villa, de Zapata, de Obregón, de Carranza, de Cárdenas, de Mújica, de Jara? ¿Cuántos nombres tendrían que anotarse para hacer un registro justo de cada una de las aportaciones de aquel momento definitivo de nuestra historia?
Pregunto entonces: ¿Puede haber cuarta transformación con un solo hombre? ¿Vencerá López Obrador toda la evidencia histórica hasta lograr unir su nombre único al cambio que promueve, sin traicionar su espíritu? ¿No deberíamos, más bien, asumir la necesidad del cambio y orquestarlo sin enconos, sin descalificaciones y sin celos?
Investigador del CIDE