El poder político es la capacidad de imponer la voluntad propia a los demás, generalmente en nombre de otros, sin recurrir a la violencia y contando incluso con la aquiescencia de los sometidos. No es cosa extraña que quien lo posee lo exhiba, como una forma de afirmarlo y ensancharlo, pues la sola imagen del poder tiende a acrecentarlo. Eso ocurrió la noche del miércoles 12 de febrero, cuando una centena de empresarios mutimillonarios —los más ricos del país— cenaron con el presidente López Obrador.
Supongo que no debe haber sido fácil aceptar la invitación, pues quienes filtraron la carta compromiso que se pondría a disposición de los comensales hicieron muy bien su trabajo: todos sabían que el presidente les pediría esa noche una aportación que iría de 20 a 200 millones de pesos por persona e imagino que incluso para los más ricos de los ricos no debe ser sencillo entregar, así nomás, una cifra de esa magnitud. Sin embargo, fueron y el presidente pudo informar al día siguiente que esa noche reunió la friolera de 1 mil 500 millones de pesos para la rifa del avión presidencial. En los corrillos se rumora que no todos firmaron esa carta, pues asistieron más de cien y el presidente dijo que solo apoquinaron algo así como setenta y cinco. Pero quizás no sabremos nunca quiénes fueron los avaros, pues todos esos datos se han cerrado a la opinión pública. Incluso ignoraremos quién entre los generosos pidió al presidente, con profunda conciencia de igualdad, que los cachitos eventualmente comprados con su aportación sean repartidos entre las comunidades más pobres del país.
Pero más allá del monto de las aportaciones, la cena fue un respaldo político inequívoco de la élite empresarial al presidente López Obrador. Cuando pase el tiempo y los historiadores hagan el recuento completo del episodio del desairado avión presidencial, más de uno reirá a carcajadas —el aparato comprado por un presidente que comprometió un dineral para que fuera otro presidente quien lo disfrutara/ antes de que el siguiente presidente lo rechazara/ pero sin poder venderlo porque todavía no era propiedad de la nación/ y además porque nadie quería comprarlo/ así que decidió rifarlo/ pero tampoco podía entregarlo a nadie/ así que mejor daría dinero a cambio/ pero en cantidades tan enormes que hacía falta vender millones de cachitos/ de modo que invitó a los empresarios para que pusieran una parte del dinero—. Nada en esa historia bufa es relevante, excepto las conductas políticas de sus protagonistas y el desenlace de la noche del miércoles pasado.
Curándose en salud, algunos de los asistentes declararon que estaban dispuestos a poner cantidades millonarias a la rifa con el propósito altruista de financiar la compra de equipos médicos. Un retruécano para salir del paso. Pero la mayoría guardó silencio, pues la sola presencia de ese caudal de ricos en Palacio Nacional aportando su dinero para sacar al avión de la barranca decía más que mil palabras. El presidente los sometió: nadie que importara en ese mundito de privilegiados se quedó fuera de la cena.
Quizás pensaron que su asistencia y sus aportaciones podrían comprar la amistad del presidente o al menos, evitar su encono. Quizás pensaron que una aportación más generosa los libraría de ser mentados en alguna mañanera. Quizás fueron para no quedarse fuera, a sabiendas de que otros seguramente asistirían. Quizás hasta quieren de veras que la rifa salga bien. Nadie puede saber a ciencia cierta sus motivos. Pero quien crea que el presidente cambiará sus puntos de vista después de esa noche, seguramente se equivoca. No habrá un nuevo pacto ni habrá mudanza de políticas: el presidente los usó para distraernos otro rato y para afirmar su autoridad y nada más. Pero todo seguirá igual: incluso el avión, cuyo destino seguirá siendo un misterio.
Investigador del CIDE