Aunque la filosofía política ha insistido una y otra vez en que las ideas anteceden a las acciones, el puente que las entrelaza nunca es lineal. Pasar de las ideas a la acción, sin traicionarlas, ha sido uno de los mayores desafíos de la historia humana. Sin embargo, hay momentos en los que una sola idea se impone a las otras y justifica todas las decisiones. No un conjunto de ideas plurales sino una sola que se refuerza a sí misma y que anula, en su propia dinámica, cualquier contradicción posible.
Es el caso de México hoy. No estamos ante un debate de ideas contrapuestas sino ante la lógica de una acción permanente diseñada en función de la derrota de quienes se oponen o estorban a los propósitos del único que ordena. Quienes defienden sus decisiones desisten de los argumentos porque no los necesitan: prefieren las descalificaciones negando cualquier evidencia e inventando un futuro cuya realización depende de la eliminación de cualquier crítica o cualquier adversario del líder del movimiento.
La simpleza de la idea única que sostiene el gobierno del presidente López Obrador se refrenda con sus acciones y nada más. Atrapada por un círculo vicioso que no había conocido antes la historia mexicana, la legitimidad del régimen se consolida más en la medida en que más se le refuta. Hay una larga lista de autores y de testimonios recogidos en otros lugares y otros tiempos que prueban la eficacia de ese círculo: mientras más fuerte es la crítica a las decisiones tomadas, más se afirma la validez emocional del resentimiento que las anima.
Debemos reconocer que ya es inútil debatir con quien carece de ideas porque no estamos ante una contienda democrática basada en el respeto a la deliberación pública sino ante un discurso de odio que se ha ido extendiendo como la mala hierba. La democracia se convirtió en aritmética y los números se han ido sumando mediante la fuerza de los aparatos que respaldan al régimen y divulgan el odio como estrategia política.
Empero, es urgente asumir la gravedad de los problemas que afectan a México desde el mirador de los seres humanos que los padecen y de las causas que los producen. Me refiero a las personas de carne y hueso y a los procesos históricos que han venido generando que haya más pobreza, más concentración del ingreso, más abusos del poder otorgado y más (muchos más) casos de violencia en todas sus múltiples y angustiosas manifestaciones. Detrás de esas carencias, de esos actos de corrupción y de cada asesinato, de cada violación, de cada feminicidio, de cada extorsión, de cada robo, hay seres humanos que los padecen y que no encuentran cobijo en ningún lado.
Propongo ignorar el discurso de odio y poner toda nuestra atención en la huella de dolor de esas personas que, en conjunto, conforman la gran mayoría nacional. Dejar de hablar de la pobreza en abstracto y fijar la vista en las y los trabajadores de la economía informal que carecen de seguridad social y de esperanza profesional; propongo dejar de culparnos sobre la desigualdad para observar a las personas que carecen de casi todo y fijar nuestra mirada en la forma en que sobreviven; dejar de hablar del crimen organizado y mirar a las y los jóvenes que son reclutados para sumarse a la violencia; pensar en las mujeres —como por fortuna ya se está haciendo— que son violentadas de modos muy diferentes y casi en todas partes.
Dejemos de hablar de la corrupción y observemos los costos que añade a cada una de las transacciones que se establecen con los gobiernos y veamos la captura de los puestos, de las decisiones, de la justicia, con casos concretos; propongo cambiar el mirador de nuestras deliberaciones y la forma en que hemos venido discutiendo la situación del país. La estrategia del odio nos está hundiendo.