La fuerza del gobierno viene de la estética. No importa que el discurso sea inexacto, que sea improbable o que, de plano, sea mentira. Lo que importa es que coincide con las emociones de la mayoría y construye un mundo imaginario, donde las cosas dejan de ser como eran, donde los malos y los abusivos son finalmente derrotados y donde las ilusiones de justicia, igualdad y dignidad cobran voz desde la más alta investidura y reivindican sueños que de otro modo ni siquiera podrían ser soñados. Es el triunfo de la estética sobre la lógica.

Por eso es (todavía) imbatible. La gente sabe que no es cierto pero no importa. Basta con el contraste: si gobernaran otros, dicen, sería peor. Será mentira, pero es mejor esa mentira que la espantosa realidad a la que nos estaban sometiendo. Por eso vale la pena defender la fantasía de los héroes redivivos, de la epopeya que se libra contra los conservadores, de la transformación histórica que advendrá con todas sus ventajas en algún momento del futuro y defender, al mismo tiempo, al creador de ese mundo que no existe más que en las palabras y en las imágenes propicias, los eslóganes que se repiten como mantras y una larga lista de asambleas, giras, conferencias y, sobre todo, gestos pensados y producidos hasta el detalle para afirmar una nueva identidad.

“¡No queremos realidades, queremos promesas!”, gritaba una barda después del terremoto del 85 en la Ciudad de México, cuando los neoliberales se hicieron del poder político. Quien pintó esa barda anticipó el futuro: demasiada realidad asfixia y a la postre acabó siendo insoportable cuando, además, no hizo sino confirmar que el destino no nos deparaba sino la patológica reproducción de esa misma realidad: más de lo mismo una y otra vez. En contraposición, el nuevo gobierno rompió ese ciclo a golpes de estética política: el lenguaje del nuevo líder es el del pueblo, abrió Los Pinos, ha sudado diez mil veces en asambleas de pobres, ha recorrido todos los rincones arengando contra la realidad horrible, se deshizo del avión presidencial, viaja como los demás, come como los demás, se viste como los demás, se equivoca como los demás. No es que las cosas vayan a cambiar sino que, gracias a esa estética, las cosas ya cambiaron.

¿A quién le importa que los datos no coincidan? Saber cuántos pobres, cuántos asesinados, cuántos corruptos y cuántas víctimas se acumulaban cada semana no hacía menos trágico el entorno. En cambio, escuchar que ya no hay corrupción, que se acabó la guerra, que los pobres son la prioridad, que el sistema de salud alcanza para todos, que los enemigos de la patria han sido derrotados, que la economía volverá a crecer, que la pandemia habrá acabado y que pronto viviremos mil veces mejor, alivia el alma. Nada es cierto. Pero lo importante es que no sólo han vuelto las promesas que el neoliberalismo acribilló, sino que se han vuelto incontrovertibles; quien las niega es conservador, proclive a los neoliberales o partidario de los privilegios. Es la técnica de las iglesias: la creencia se impone sobre la evidencia.

Así pues, mientras los adversarios arrojan datos y se duelen de la retórica presidencial, el gobierno va construyendo escenografías. Por eso la estética del régimen es tan invencible como la imaginación. Una imaginación que no se corresponde con la realidad tangible. ¿Pero eso a quién le importa?

Investigador del CIDE

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