Sería gravísimo que el presidente López Obrador tenga noticias ciertas de un intento de golpe de Estado. Quien creyera que México podría sobrevivir a un disparate de esa magnitud tendría que estar completamente ajeno a la realidad: tendría que estar loco. Tan pronto como algunos quisieran desconocer por la vía armada la legitimidad del jefe del Estado y clausurar la vigencia de las instituciones democráticas, encontrarían una resistencia masiva imposible de frenar. Una enorme mayoría saldría a las calles a defender la democracia, dispuesta a lo que sea para desandar el despropósito. México se volvería simplemente ingobernable.

Sin embargo, hay que tomarse muy en serio las palabras del jefe del Estado pues nunca, desde los años posteriores a la Decena Trágica, se había planteado esa posibilidad desde la más alta investidura del país. Se equivocaría mucho quien afirmara que el Siglo XX mexicano estuvo exento de ambiciones desatadas de toda índole; pero la amenaza de vivir un golpe de Estado quedó conjurada desde el primer tercio de ese siglo y, cuando algunos generales quisieron ensayarlo al principio del sexenio fundador del presidente Cárdenas, fueron controlados y sometidos sin mayores aspavientos. Por eso resulta difícil de digerir que hoy, contra toda lógica y toda sensatez, el mismísimo presidente nos advierta que hay “conservadores y halcones” que están planeando su defenestración violenta.

De todos modos, el mensaje emitido por el presidente a través de las redes sociales no puede ser más ominoso. De entrada, porque para orquestarlo, un golpe así tendría que provenir del interior de las fuerzas armadas del país. Aunque el presidente no acusa a nadie en particular, el uso de la palabra “halcones” remite inevitablemente al discurso pronunciado por el general Gaytán Ochoa en aquel inquietante desayuno del 22 de octubre. Y aunque no fuera así, nadie en su sano juicio podría imaginarse la intentona sin la participación de militares.

En un momento crítico como el que está viviendo México, en el que los criminales han enseñado los dientes como nunca antes y en el que las fuerzas armadas han sido llamadas de emergencia a suplir las deficiencias del Estado para cuidar la seguridad pública, para construir el aeropuerto de Santa Lucía, para evitar el huachicol de combustibles o para distribuir libros de texto y sembrar árboles, entre otras muchas tareas adicionales, ¿en qué condiciones quedaría el país si el así llamado “pueblo uniformado” se encontrara agraviado y dividido hasta el punto en que, algunos de ellos, estarían considerando en serio la opción de un golpe de Estado? ¿Es contra esos militares que el presidente está incitando al “respaldo de una mayoría libre y consciente, justa y amante de la legalidad y de la paz”? En todo caso, sería gravísimo enfrentar al pueblo con el pueblo, sin más elementos que la conjetura. Y más aún, cuando el Ejército ha dado tantas pruebas de su obediencia y su lealtad a las instituciones.

Si, en cambio, las declaraciones del presidente solamente responden al deseo de poner en alerta a sus incondicionales, incurriendo en la desmesura de aplicarles la denominación de “golpistas” a quienes han criticado las decisiones tomadas por su gobierno, entonces estamos ante una declaración en extremo riesgosa que debería ser corregida de inmediato o, por lo menos, matizada; de lo contrario, las especulaciones sobre la estabilidad de la república acabarían causándole un daño mayúsculo, sin más razón que la fantasía de encarnar una nueva gesta heroica.

Si fue un exceso retórico, rectificarlo mostraría a un jefe de Estado que es capaz de lidiar, con la virtud de la templanza, la rijosa pluralidad que es intrínseca a la democracia. Pero si la amenaza denunciada por el mandatario es verídica, entonces que a nadie le quepa la más mínima duda: no pasarán.

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