La decisión que tomará la Suprema Corte de Justicia sobre la prisión preventiva oficiosa no es una disyuntiva entre bondad y maldad, sino entre lo malo y lo peor: dirán si la pérdida inmediata de la libertad sin tener un juicio previo depende de los jueces o de los ministerios públicos. Como el presidente desconfía de los primeros —porque son autónomos y piden pruebas— prefiere que sean los fiscales quienes decidan a quién encarcelar, castigando a alguien de un hecho criminal sin tener sentencia firme. De eso se trata el debate: si deciden los jueces o si deciden los ministerios públicos.
Si la Corte anula la prisión preventiva de oficio y les entrega esa decisión a los jueces, los ministerios públicos estarán obligados a ofrecer pruebas sobre la responsabilidad de los inculpados para justificar que sigan su juicio en la cárcel —o a demostrar el riesgo inminente de juzgarlos en libertad—. En otras palabras, ya no podrán encerrar a nadie de oficio —como sucede ahora— cada vez que consideran que hay visos de responsabilidad, aunque no hayan hecho ninguna investigación ni hayan aportado ninguna prueba contundente: la sola probabilidad vinculada al hecho basta hoy para encarcelar gente, sin que los jueces puedan hacer nada para evitarlo. Si el MP acusa, el detenido se va la cárcel y después se averigua.
Ese método represivo, que no presume inocencia sino culpabilidad, no es cosa nueva ni es una ocurrencia del gobierno actual. Hace más de un siglo que en México los juicios penales no consisten en probar la responsabilidad de alguien, sino en tratar de mostrar que la persona acusada es realmente inocente. Con la prisión oficiosa todos los reos son culpables hasta que se demuestra lo contrario. La expresión in dubio pro-reo (en caso de duda debe beneficiarse a quien está privado de la libertad) se anula de plano cuando primero se encierra y después se investiga y se juzga. Por eso, casi la mitad de la población que está encerrada en la cárcel (40.8%, según el proyecto del ministro Luis María Aguilar: más de 92 mil 500 personas) están ahí por si acaso son los culpables, esperando que el MP lo demuestre.
Lo que es responsabilidad del gobierno actual es haber confirmado y aún ampliado ese método que se brinca las pruebas para encarcelar sospechosos; y también es responsable, ahora mismo, de haber emprendido una nueva ofensiva contra el Poder Judicial por quererse arrogar el derecho de juzgar a los acusados (¡vaya arrogancia!) antes de decidir que merecen cárcel preventiva justificada. Fascinado con el poder que otorga la prisión ordenada de oficio, el presidente añadió en el 2019 once delitos más al catálogo que ya de suyo empoderaba a los MP para decidir el destino de un acusado, sin más evidencia que su palabra. Y hoy aduce que de eliminarse ese recurso habría más corrupción porque los jueces son lábiles (mientras que los MP y los policías que les allegan a los acusados son muy honestos, supongo).
Entre lo malo y lo peor, también medra el poderoso argumento según el cual, mientras son peras o son manzanas, es mejor meter a todo el mundo a la cárcel, en vez de dictar arraigos domiciliarios, usar pulseras electrónicas, cancelar pasaportes y congelar cuentas, mientras se desarrollan los juicios. Nada de eso parece ser suficiente. La cosa es llenar las cárceles de presuntos culpables porque, a la luz de ese criterio punitivo, policíaco y vengador, eso es más fácil, más barato y más lucidor que andar dando vueltas en juicios penales que necesitan pruebas, alegatos, abogados bien preparados y, sobre todo, jueces dúctiles que dicten sentencias sin hacerle mucho caso a la idea de que la gente también puede ser inocente o que las acusaciones pueden tener fines políticos o económicos, o ambos.
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