El diseño de procedimientos especiales para nombrar a quienes ocuparán cargos públicos con responsabilidades relevantes para el Estado responde a la necesidad de garantizar, a un tiempo, las credenciales y las competencias profesionales de las personas designadas y su autonomía política. No exagero si escribo que los candados establecidos para evitar la captura política de esos puestos simbolizan, cada uno, una conquista democrática y una derrota para la concentración abusiva del poder público.

Algo se había ganado al instaurar el servicio profesional de carrera de la administración pública federal: piscacha, pero al menos era un principio que luego quedó trunco y que hoy está prácticamente en desuso (véase combatealacorrupcion.mx). Y de otro lado, se avanzó también con la creciente participación del Poder Legislativo en las designaciones de los puestos clave que hacen posible la operación de las instituciones autónomas. Pero éstas se han ido capturando paulatinamente, de un lado, mediante la alteración tramposa y opaca de los procedimientos establecidos y, de otro, procrastinando cínicamente: simulando que se cumple con la ley, mientras se la defrauda.

El Observatorio de Designaciones Públicas (promovido por Artículo 19 y Fundar) nos recordó apenas la semana pasada que hay, por lo menos, 84 cargos públicos que no han sido designados conforme a la ley: 35 pospuestos por el Senado y 29 más que no han sido enviados por el Ejecutivo, además de 20 cargos diplomáticos que siguen esperando su ratificación. El 8 de febrero, quienes integran ese observatorio llevaron sillas vacías a la puerta de la Cámara Alta para subrayar la gravedad de la demora en el nombramiento de 16 de esos puestos, que están poniendo en riesgo la operación cotidiana de “instituciones vitales para el fortalecimiento de los controles y contrapesos democráticos del poder” (designaciones.org).

Entre todos esos casos, destaco dos: el de los comisionados del INAI, que están atorados en el Senado desde hace más de 300 días y que de seguir vacantes podrían impedir la operación constitucional de esa institución a partir del 31 de marzo; y el de los consejeros del INE —cuyo procedimiento está en manos de la Cámara de Diputados—, para cubrir las vacantes que dejarán el Consejero Presidente y otros tres integrantes del Consejo General a partir del próximo 3 de abril, sin que hasta la fecha se conozca siquiera quiénes formarán el comité técnico que se encargará de formar las quintetas de personas candidatas a esos puestos, conforme a la letra de la Constitución. Tristemente, no son los únicos, pero sí los más emblemáticos de la captura que estamos viviendo.

Cada vez que se vulneran esos procedimientos, se traicionan los equilibrios políticos y se degrada la democracia. No es cierto que ésta se agote en los votos (¿cuántas veces se ha escrito esta frase?). Las elecciones sirven para distribuir la responsabilidad política, pero no para garantizar el ejercicio democrático de la autoridad concedida en las urnas.

El régimen que se empezó a construir al final del siglo pasado —a muy duras penas— no suponía, de ninguna manera, la entrega del poder absoluto a quien ganara cada elección omitiendo todos los contrapesos y los procesos de rendición de cuentas. Eso ya lo vivimos como tragedia durante buena parte del siglo pasado, cuando todos los excesos se justificaban bajo el supuesto de proteger el ideario único de la Revolución mexicana. Pero hoy lo estamos viviendo como una farsa: en el renuevo del presidencialismo, todo se justifica a favor o en contra del proyecto de la Cuarta Transformación, como si en esos procesos se estuviesen nombrando soldados para una guerra y no funcionarios capaces y dignos. El país está sumido en la locura.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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