Al comenzar los años noventa del siglo pasado, la sola idea de garantizar la imparcialidad de los órganos electorales parecía un sueño guajiro. Luego del fraude del 88, las oposiciones pugnaron por la mayor transparencia posible y por despojar al gobierno del control de las elecciones. El IFE recién creado seguía en manos de la Secretaría de Gobernación, el aparato del Estado seguía volcándose a favor del partido hegemónico y las oposiciones debían competir en condiciones diametralmente inequitativas.
Hubo que recorrer un largo trecho para ir ganando, tanto en las normas jurídicas como en los hechos, la imparcialidad: el principio más importante de la lista indispensable para asegurar que los votos emanen de la conciencia de cada persona y no de una imposición orquestada desde la cúpula del poder. Todavía al final de ese siglo, el PRI siguió pugnando contra ese principio, porque su sola mención equivalía a una derrota mientras que, para todas las demás fuerzas políticas, significaba una irrenunciable conquista. Lograr que las autoridades electorales actuaran imparcialmente y que los gobiernos se mantuvieran al margen de influir en los resultados se convirtió en la clave de bóveda de aquella lucha por la pluralidad democrática.
Sin embargo, tras ganar la Presidencia de la República, el PAN traicionó ese principio y bombardeó el camino que su militancia había recorrido durante décadas: Vicente Fox se propuso intervenir abiertamente en los procesos electorales e hizo todo lo posible por bloquear, desde Los Pinos, el posible ascenso de la izquierda al poder. No sólo se enfrentó con todos los medios que tuvo a su alcance al entonces Jefe de Gobierno de la capital del país sino que utilizó la investidura presidencial para minar la imparcialidad del gobierno. En el camino, hacia 2003, esa ruptura del principio fundamental de la competencia pareja destruyó también los acuerdos que habían garantizado por años la independencia del IFE y descarriló por completo la transición democrática en el 2006.
El fraude inequívoco de aquel año no se hizo en las urnas sino que se gestó desde mucho antes, mediante la intervención descarada y constante del presidente Vicente Fox en contra de su principal adversario y a favor de la campaña del PAN. El dictamen emitido por el Tribunal Electoral luego de las elecciones de 2006 quedaría grabado como uno de los testimonios más elocuentes de la vulneración al principio de imparcialidad y, a la vez, como uno de los momentos más tristes de la historia jurídica del país: contra toda lógica, tras documentar con detalle la mañosa intervención del gobierno y de sus aliados en ese proceso, el Tribunal decidió, a pesar de todo, dar por válido el resultado.
Pero lo que quedó inscrito de manera indeleble en la memoria pública sobre aquella incansable intervención de Vicente Fox en las elecciones, fue la frase desesperada del candidato Andrés Manuel López Obrador en plena campaña: “¡Cállate, chachalaca!”, le gritó a Fox, harto de su protagonismo implacable. Fue después, en las sucesivas reformas electorales que vinieron tras aquellos desastrosos comicios, cuando se prohibió tajantemente que los servidores públicos volvieran a intervenir en las campañas políticas. El principio de imparcialidad se afirmó en la letra de la Constitución y las leyes y se dio por hecho que ni los gobiernos ni los gobernantes volverían a cometer los mismos abusos.
Empero, quien exigió entonces la imparcialidad del gobierno panista hoy se dice censurado y reivindica su derecho a seguir hablando cada mañana, a favor del proyecto político que encabeza. Esa conducta será inconstitucional cuando inicien las campañas políticas. Pero todo indica que quince años después, otra chachalaca seguirá viva y cantando.