Dice el diccionario que la hipocresía es el “fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan”. En términos coloquiales, es un hipócrita quien simula creer, sentir o ser algo que no corresponde con la verdad; lo es quien miente deliberadamente para engañar a otros, con el propósito de obtener alguna ventaja o evitarse algún daño. El hipócrita se esconde tras una máscara y busca persuadir, alegando que su conducta obedece a intenciones mejores (o por lo menos distintas) de las que realmente lo mueven.
Ese adjetivo ha sido utilizado con insistencia por el presidente López Obrador para referirse a sus adversarios políticos a quienes, además, identifica como conservadores. En todos los casos, asegura que las críticas que se hacen a su gobierno esconden intenciones aviesas: que no son sinceras ni quieren contribuir a resolver problemas comunes, sino que se enderezan para impedir el éxito de su proyecto político y para salvaguardar privilegios. El presidente desconfía de la crítica y de sus críticos y encuentra en ellos, siempre, una doble moral. Obviamente, lo hace desde una posición de superioridad ética que defiende como un hecho evidente e indiscutible.
No solo han sido calificados así los dirigentes de los partidos políticos de oposición, sino los periodistas y los académicos que han documentado desviaciones, errores o abusos cometidos por el gobierno; las feministas y las personas defensoras de la tierra que se han dolido de las decisiones que las han lastimado o desdeñado; los pacientes que han carecido de tratamientos y medicinas en el sistema de salud pública; los investigadores de los centros públicos que han visto minados sus derechos laborales; los empresarios que han visto vulnerados los contratos o las concesiones que parecían garantizados por el derecho público; las y los jueces y las y los integrantes del Poder Judicial que han emitido sentencias contrarias al interés del titular del Ejecutivo; las y los integrantes de los órganos autónomos del Estado que han intentado cumplir su deber; las y los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; las madres buscadoras de hijas e hijos desaparecidos, los personas defensoras de derechos humanos, las y los militantes de las organizaciones de la sociedad civil que persiguen causas puntuales, vigilan y denuncian los actos arbitrarios o discrecionales de la alta burocracia federal, entre muchos otros.
La lista ya es demasiado larga: demasiados hipócritas que, desde el mirador del Palacio Nacional, estarían fingiendo y ocultando sus verdaderos propósitos. Sin embargo, cuesta trabajo aceptar que no hay un doble rasero en ese juicio sumario, cuando se observa la conducta de quien, alguna vez, se quejó de la intervención del presidente de la República en los asuntos electorales y hoy defiende su derecho a participar de las campañas políticas con denuedo, alegando su derecho a la libertad de expresión; llama la atención que se haya repetido cien veces que “al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”, para después negar la validez del derecho vigente e incluso burlarlo abiertamente, en aras de conservar el poder; o que se haya dicho, con insistencia, que la transparencia es una condición inexorable de la democracia y se haya emprendido, al mismo tiempo, una ofensiva directa en contra del órgano del Estado responsable de garantizarla; o que se haya criticado la participación de las fuerzas armadas para salvaguardar la seguridad pública, para empoderarlas más adelante, como no sucedía desde los tiempos revolucionarios.
Si la ética se evalúa a través de la conducta efectivamente realizada, pregunto: ¿Quién está fingiendo sentimientos y cualidades? ¿Quién ha sido aquí el verdadero hipócrita?