Las hectáreas dedicadas a los viñedos y los olivos han ido cediendo su lugar a los fraccionamientos y los antros, en la misma medida en que los planes y los reglamentos que regulan el crecimiento de una de las zonas más protegidas del país han ido perdiendo validez, ante la presión de la corrupción y de la delincuencia. Es una tragedia que está pasando a la vista de cualquiera que se acerque al Valle de Guadalupe, en Baja California, que se convirtió en el Siglo XX en un sitio emblemático gracias al pundonor de sus agricultores, pero que hoy sobrevive amenazado por la violencia y el dinero de los criminales.
Lo que está ocurriendo en el Valle de Guadalupe no es una cuestión local, sino una metáfora de lo que está viviendo el resto del país. Gracias a la fama ganada a pulso por los vitivinicultores de esa región, México entró al brevísimo listado mundial de productores de los mejores vinos y creó, al mismo tiempo, un milagro agrícola y social en una zona rodeada por desiertos. Una combinación de sueño con pequeñas propiedades y pequeñas empresas familiares que, con tenacidad y coraje, fueron construyendo el doble éxito que hoy se vuelve su enemigo: la belleza inenarrable de ese lugar cercano al mar, donde se despliegan los viñedos y los olivos para contradecir la sequedad de las montañas y donde conviven las casas vinícolas y las bodegas que parecen hechas de pura historia.
A ese poderoso imán se fueron acercando, primero, algunos ricos de la región, luego muchos turistas que quisieron ver y compartir el aliento de ese lugar mágico y, finalmente, los especuladores inmobiliarios, los narcos y los gobiernos corruptos coludidos o atemorizados, que han ido achicando y destruyendo el valle agrícola para poner en su lugar fraccionamientos, restoranes y tugurios que mienten con lo que alguna vez fue cierto: ¡venga a vivir y a divertirse rodeado de viñedos, en la zona más bella de Baja California! Una trampa que esconde la verdad: los viñedos han ido perdiendo miles de hectáreas, que han sido ocupadas poco a poco por esos desarrollos inmobiliarios que se han ido comiendo al valle. Allá le dicen la “tijuanización” de ese rincón del municipio de Ensenada.
Los planes y los reglamentos municipales prohíben lo que ahí está sucediendo, pero nadie —excepto los agricultores y los pequeños productores de los mejores vinos del país— parece interesarse ni hacer lo suficiente para evitar esa catástrofe. Es obvio que se están haciendo negocios turbios; es evidente que centenares de hectáreas sembradas con olivos y viñedos están a punto de ceder su espacio para siempre; salta a la vista que los permisos de construcción de esos “desarrollos” (¿cómo se atreven a llamarles así?) y de esos “centros de espectáculos” fueron entregados en contra de las reglas que deberían proteger el valle, su vocación vinícola y sus acuíferos escasos; se percibe a simple vista que de seguir así, dentro de unos años ya no habrá más que calles y casas apiñadas y que, de sobrevivir, los vitivinicultores serán acaso parte de un museo viviente. Pero nadie hace caso.
Se dice que para derrotar al crimen es necesario oponerles a las fuerzas armadas del país. Lo que está pasando en el Valle de Guadalupe niega categóricamente esa afirmación: el problema es la corrupción y ésta, a su vez, es la captura del Estado por grupos e intereses criminales. Habrá que apelar a la UNESCO para declarar al Valle de Guadalupe como patrimonio cultural de la humanidad —porque lo es—. Pero lo más importante es parar en seco la destrucción a la que está siendo sometido, haciendo valer la ley y los reglamentos que se diseñaron para bloquear la voracidad de la serpiente inmobiliaria que se lo está comiendo, mientras va envenenando y corrompiendo lo que toca.
Investigador de la Universidad de Guadalajara
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