A Carmen, otra vez Carmen.
Están muy enojados y cada vez más violentos. No se les puede decir nada, sin que respondan con iracundia y con acritud. Es razonable que se sientan frustrados porque las cosas no están resultando como querían y porque las circunstancias que les tocaron son extremadamente difíciles. Pero de ahí a exigir la obediencia absoluta y la sumisión del silencio hay un trecho muy largo, porque nadie les facturó el alma de la Nación.
Asumo que están reproduciendo la actitud cotidiana del líder: negar los hechos con otros datos y plagar de adjetivos a quien se atreva a contradecirlos. Esa misma conducta procede contra quien se atreve a proponer alguna ruta distinta a la que fue concebida e instruida directamente por el presidente de la República. Y también contra quienes intentan oponerse a esas decisiones en defensa de sus derechos. Para todos hay caña: conservadores, golpistas, fifís, bestias heridas, momias de ayer. Nadie se salva: ni siquiera quienes fueron sus aliados indiscutibles pero decidieron conservar su congruencia.
Supongo que al presidente le conviene atizar esa guerra incivil, porque nunca ha dejado de pensar en clave de amigo/enemigo y porque está obligado a refrendar sus 30 millones de votos en las dos elecciones que siguen: la del 2021 para elegir diputados y la del 2022, para confirmar o revocar su mandato. Cada palabra, cada decisión y cada conversación tienen sentido si, y sólo si, contribuyen a ese refrendo. Por eso es preciso decir que la seguridad va muy bien, aunque vaya muy mal y buena parte del territorio siga controlado por el crimen organizado; que ya se acabó la corrupción, aunque las mordidas de ventanilla sigan aumentado y el dinero de México fluya como acueducto para financiar las clientelas electorales del presidente; que el manejo de la pandemia ha sido el mejor del mundo, aunque los contagios y las muertes sigan aumentando exponencialmente; que los programas sociales están protegiendo a los más débiles, aunque cada día haya cientos de miles de personas que van perdiendo su ingreso vital, entre un largo etcétera de contradicciones que se van acumulando como caudal.
Pero nadie puede decir que el gobierno se contradice, que miente o que se equivoca, sin recibir una andanada de agravios. Si los argumentos no emanan del presidente de la República, son falsos o son aviesos: nadie más puede tener buenas intenciones porque sólo él, munificente y magnífico, interpreta la mirada del pueblo. Si a los demás nos preocupa la militarización del país es porque somos golpistas, si advertimos que la corrupción no se elimina castigando al corrupto de la semana mientras se sigue protegiendo a los aliados del régimen es porque somos perversos, si proponemos corregir el abasto de medicamentos es porque somos voceros de las farmacéuticas, si exigimos un ingreso vital de emergencia es porque somos conservadores, si pedimos la profesionalización del gobierno es porque queremos que sigan los privilegios, si defendemos los programas universales de bienestar social es porque ignoramos los problemas del pueblo, si defendemos nuestros derechos es porque somos mezquinos.
El único que puede decir, decidir y juzgar es el presidente. Quienes le rodean lo repiten e imitan. Pero si alguien advierte que, además del deterioro de la seguridad del país, de la pobreza y de la desigualdad cada vez más extendidas, de la corrupción persistente y ahora disfrazada de ideología, de las ocurrencias para disminuir el Estado y de la selección caprichosa de enemigos políticos; si además de todo esto, alguien se atreve a sugerir que se está restaurando la presidencia imperial, habrá perdido la paz mientras dure esta pesadilla, pues los fanáticos se disputarán el lugar para hacerse ver por su líder, arrojando piedras sobre el hereje. Por mi parte, como diría magistralmente el filósofo: ya yo ya.
Investigador del CIDE