La legitimidad democrática no se construye sumando votos como cuentas de un ábaco. La cosa es más compleja: se trata de un proceso a través del cual se acredita, paso a paso, que en las urnas electorales realmente se ha depositado la expresión de una voluntad popular informada, consciente y libre. Suponer que cualquier método es válido para hacerse de la mayoría “haiga sido como haiga sido” no sólo cancela la legitimidad de esos números sino el mandato que se desprende de ellos.
El desaseo con el que se está conduciendo la renovación del Poder Judicial no les dará legitimidad democrática a sus futuros integrantes, sino que los marcará con el sello del partido hegemónico. En el mejor de los casos, serán el reemplazo de un grupo acusado de formar una red de intereses por otro identificado por su filiación partidaria. Si Morena quería dignificar a las y los juzgadores del país después de haberlos desprestigiado durante todo el sexenio pasado, lo que se está construyendo es lo opuesto: la forma en que se ha conducido este proceso no acredita sino el propósito deliberado de capturar las decisiones judiciales de cabo a rabo.
Empezaron con la simulación de un “parlamento abierto” que fue hermético. Tenían la consigna de no mover ni una coma y la cumplieron. Han alegado que cuentan con la mayoría calificada para modificar la Constitución conforme al “mandato popular” que obtuvieron, pero se han negado a reconocer que esa mayoría no se ganó en las urnas sino en los escritorios: los votos les dieron el triunfo, sí, pero no con los veinte puntos adicionales que obtuvieron después gracias a sus amigos del INE y del Tribunal Electoral.
Luego se negaron a debatir el contenido de la reforma con el propio Poder Judicial. Decidieron ignorar los reclamos de quienes integran la carrera judicial que defendió el entonces presidente de la Corte Suprema, Arturo Zaldívar Lelo de Larrea; y para evitar descalabros han desconocido la autoridad de jueces y ministros como si ya no existieran y aprobaron otra reforma constitucional sobre las rodillas para anticiparse a la discusión que ministras y ministros darán mañana, martes 5, con el evidente objetivo de defenestrarlos si se atreven a pronunciarse, así sea parcialmente, en contra del contenido de la reforma en curso. La frase de la presidenta Sheinbaum sintetiza el espíritu de esa batalla: “ocho personas pretenden cambiar la reforma sobre el pueblo de México”.
Sin embargo, no serán ocho sino diez personas descaradamente proclives al régimen las que filtrarán dos tercios de las candidaturas para renovar el Poder Judicial: las cinco personas del comité de evaluación nombradas por el Legislativo y las otras cinco designadas por la presidenta de la República son inequívocamente cercanas y militantes de la causa del partido hegemónico. Dirán que el Poder Judicial nombró a su propio comité de evaluación, pero este solo podrá seleccionar a otro tercio de esas candidaturas y en la boleta dirá qué poder propuso a cada una. No se necesita una gran perspicacia para adivinar quiénes ganarán. Y en el colmo del descaro político, entre esas personas expertas está Arturo Zaldívar Lelo de Larrea como enterrador de su propia obra.
Dudo que el próximo mes de junio del 2025 salga mucha gente a votar. Pero supongo que eso importará poco, pues bastará un voto de diferencia para acomodar a los suyos en el control de todas las sentencias judiciales. Será una victoria pírrica: el resultado de un proceso abusivo, desaseado, marcado desde su origen por el sesgo político y avalado solamente por el aparato de movilización que ya puso en marcha el hijo del (ex)presidente López Obrador. Vencerán, pero no tendrán legitimidad democrática. El resultado será el producto de una imposición descarada.
Investigador de la Universidad de Guadalajara