Con un toque de optimismo, me gustaría imaginar que el 2020 podría ser un año propicio para dejar florecer tres ideas: que la pobreza sí puede erradicarse, que la desigualdad sí puede mitigarse y que la corrupción sí puede controlarse. No son sueños imposibles de realizar sino tareas del Estado que, por lo demás, podrían determinar su viabilidad para los próximos años. Nada fundamental impide que haya un acuerdo sensato y una acción concertada para que eso suceda.

Alguien podría reclamar que en esa lista no está la construcción de la paz o la consolidación de la democracia. Quizás tendría razón y habría que añadirlas. Pero creo que responden a criterios distintos: de un lado, es imposible contrarrestar la violencia que vive el país con gobiernos corruptos y capturados por los intereses del día. La primera violencia que padece la sociedad es la apropiación del Estado que cometen los grupos organizados políticamente, con el único afán de medrar con los puestos y presupuestos y de perpetuarse en los mandos. La corrupción es captura: ¿cuántas veces debe decirse? Y la captura, que tiene como contraparte inevitable a la exclusión (quítate tú para que me ponga yo) es, a su vez, la primera expresión tangible de la violencia política.

Por otra parte, la democracia es un régimen pero también es un método: asume que los conflictos derivados de la pluralidad de visiones, orígenes e intereses pueden resolverse por vías pacíficas, siempre que los involucrados acepten las reglas del juego y sus consecuencias. La democracia se consolida cuando cuenta con el respaldo de la mayoría, cuando los portavoces de la voluntad popular efectivamente la representan, cuando los vencedores saben que sus triunfos constituyen un mandato pro témpore que debe cumplirse y cuando los derrotados aceptan la situación mientras esperan una nueva oportunidad. En ese método, nadie juega contra las reglas ni quiere dinamitar la casa bajo el principio machista de “mía o de nadie”. Por eso es necesario promover sin reservas algunos acuerdos fundamentales de largo aliento, capaces de darle vida al Estado.

Sobre esa base, no encuentro ninguna razón para negar la posibilidad de erradicar la pobreza, mitigar la desigualdad y controlar definitivamente la corrupción como propósitos fundamentales para el 2020, suscritos abierta y decididamente por todas las fuerzas políticas y sociales de México. No como un acto de sometimiento de las oposiciones a la voluntad del presidente de la República ni tampoco como una imposición unilateral del gobierno, sino como el principio de un diálogo que, en mi opinión, le está haciendo mucha falta al país.

De buena fe, la sola idea de discutir franca y abiertamente sobre esas tres prioridades y sobre la forma en que se están afrontando en los tres niveles de gobierno —donde siguen gobernando todos los partidos— con la participación de la academia, la sociedad civil, las comunidades organizadas, los medios y los organismos internacionales, le traería aire fresco al ambiente de polarización que seguimos viviendo y hasta podría desazolvar la deliberación pública exclusivamente centrada en las palabras pronunciadas cada mañana por el titular del Ejecutivo. A nadie le hará daño hablar de las prioridades fundamentales de México ni tampoco plantear francamente las diferencias que haya sobre cada una de ellas. Tampoco le vendría mal al gobierno, para morigerar la disputa ideológica y empezar a pisar tierra.

Si se deja pasar el 2020 difícilmente habrá otra oportunidad. Repito lo que respondí a mi periódico hace unos días: este año puede servir como tregua pues en 2021 habrá elecciones, en 2022, revocación del mandato y, en 2023, viviremos en las vísperas de la locura. Nos queda el 2020 para conjurar los demonios que nos acechan.


Investigador del CIDE

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