El gobierno de México hizo muy bien concediéndole asilo político a Evo Morales: honró una de las mejores tradiciones de la política exterior del país, cambió el curso de la conversación pública, puso el acento en temas que habían sido ignorados y recordó lecciones que no debemos olvidar nunca. En medio de tantos problemas acumulados, la presencia del presidente depuesto de Bolivia tendría que ayudarnos a cobrar conciencia sobre la cercanía de esos desenlaces brutales que han poblado la historia de los países que son como espejos del nuestro. O al menos, darnos un respiro para pensar.
Soy partidario incondicional del derecho de asilo, por principio y por experiencia. Saber que las fronteras del mundo pueden volverse flexibles para albergar a quien está amenazado de muerte por sus adversarios políticos es, ya de suyo, un argumento que nadie debería desdeñar: nadie que considere que convalidar las balas como recurso para resolver las diferencias políticas es siempre una derrota a la civilización. Por ese mismo motivo, me parece lamentable que México no haya diseñado una política más humana y más solidaria para proteger a la migración centroamericana de todas las violencias que afronta, pese a la diferencia entre un jefe de Estado y un éxodo que no quiere vivir en México sino moverse hacia los Estados Unidos. La presencia del presidente Morales nos recuerda que albergar a las víctimas de la violencia política es, sin más, una cuestión de principios.
De otra parte, durante casi tres décadas he trabajado para dos instituciones emblemáticas de las ciencias sociales en México que simplemente no existirían si se hubiese negado el derecho de asilo: El Colegio de México y el CIDE. El primero es herencia directa del exilio republicano español, fundado tras la creación de la Casa de España que promovió el presidente Lázaro Cárdenas, para darle destino a los refugiados que escaparon del dictador Franco cuyo gobierno, por cierto, jamás fue reconocido por México. Hace unos meses celebramos con alegría los ochenta años de la llegada de ese exilio republicano, cuya memoria está inscrita con letras de oro en San Lázaro pero que, en su momento, igual que ahora con los bolivianos, fue denostado por la derecha como una cruzada del comunismo internacional.
El CIDE, a su vez, nació del exilio provocado por los golpes de Estado que sufrieron Chile y Argentina en los años setenta. El chileno, en particular, fue un episodio que marcó a mi generación. El gobierno de Salvador Allende no tuvo más culpa que proclamarse partidario del socialismo y proponerse la liberación de las ataduras políticas de los Estados Unidos: como en el caso del gobierno de Evo Morales, podría criticársele por muchas razones, pero jamás por ser una dictadura. Aun así, fue violentamente derrocado por el ejército de su país y buena parte de sus partidarios —comenzando por doña Hortensia Bussi, la esposa del presidente Allende— fueron asilados sin titubeos en México. Un año después nació el Centro de Investigación y Docencia Económicas con un grupo de profesores de ese otro exilio, quienes dejaron una impronta que se mantiene vigente hasta nuestros días.
En una conversación reciente, un bárbaro me interpeló este argumento: “estos bolivianos no son iguales”. Es cierto, pero podrían ser mejores: pertenecen al único gobierno que estaba formado por pueblos originarios de América en toda nuestra región y, a todas luces, lo hicieron mucho mejor. ¿Es necesario recordar a Benito Juárez para exigir respeto a los indios que asumen el mando de una nación? Concedo: Evo Morales se enredó por querer reelegirse. Pero eso es harina de otro costal. Aquí estamos hablando del derecho de asilo: del bendito derecho de asilo, que tantas cosas buenas le ha traído a nuestro país. Que nadie lo ponga en duda.
Investigador del CIDE