Hay partidarios de ambos bandos que se refuerzan mutuamente: los que vociferan llamando a la destrucción definitiva del contrario y alimentan el discurso de odio y los que, en contrapartida, desearían defenestrar al presidente y atizan el fuego para conseguirlo. Sí. Sí hay personas que se están deslizando cada vez más hacia el fascismo y sí, también, hay quienes verían con alegría un golpe de Estado. Esas palabras espeluznan: fascismo y golpe de Estado. Sin embargo hay que decirlas, porque ni una ni otra deben avanzar y porque es imposible afrontar fantasmas que no se nombran claramente.
Los partidarios del pensamiento único enquistado en el poder se duelen de la diversidad y de los datos y las evidencias que los contradicen. No admiten ni reconocen un error, ni una sola falla, ningún tropiezo que no pueda atribuirse al pasado ni admiten que las decisiones que defienden puedan estar equivocadas y producir males aún peores de los que dicen combatir. Los fascistas no se reconocen a sí mismos con esa denominación, pero sostienen con violencia una sola ruta válida que consideran encarnada en un solo individuo que la determina y defienden el discurso y el pensamiento único que la sostiene. Han decidido cegarse ante la complejidad de los problemas y se niegan a escuchar. He ahí sus verbos preferidos: negar, cegar, difamar.
Los golpistas reflejan esa misma imagen, pero invertida: para ellos la única razón que explica nuestras muchas y muy graves dificultades es la forma en que está gobernando el presidente. Con la misma lógica simplista y virulenta de sus adversarios, han abandonado la deliberación sobre las causas sustantivas que explican la mayor parte de nuestras tragedias para afirmar, como canción de parvulario, que si se quita el Coco se quita el miedo. Obsesionados con la idea de la autoridad presidencial como causa de todos los males del país, le otorgan poderes de los que carece y le regalan el argumento ideal para justificar sus yerros y sus inconsistencias.
Los extremos se tocan: los fascistas encuentran en la voz del presidente la única verdad posible, mientras que los golpistas creen que el titular del Ejecutivo es la única razón que explica las carencias y los desafíos que nos agobian. Para ambos bandos el presidente es, a un tiempo, solución y causa única de todos los problemas que sufrimos. Y por esa razón, ni unos ni otros consiguen avanzar más allá de la confrontación ad hominem ni de la lógica de la pandilla. Y en efecto, la ausencia de matices y la exacerbación de los enconos está nublando cada vez más el horizonte del país. Y hacia allá vamos nuevamente, en la consulta odiosa de agosto —como si aplicar las leyes dependiera de su resultado—, y bajando por el tobogán que nos llevará hasta el ring perfecto de ambos bandos, cuando voten a favor o en contra de la revocación del mandato presidencial. El machismo político en versión adolescente: el camellón de barrio para medirse a golpes.
Empero, ninguno de esos bandos ha logrado imponerse sobre la mayoría. Sin duda, se han ido implantando poco a poco en el debate público con furia y han impreso su tono belicoso a las redes y los medios, pero todavía no consiguen destruir a la pluralidad, ni eliminar a la crítica informada, ni bloquear la voluntad de participación autónoma e independiente, que quiere garantizar derechos y encontrar soluciones compartidas para salir juntos de este atolladero que, en sana lógica, nadie podría afrontar sin armonizar la vida pública y trazar cursos de acción viables y eficaces.
A ese espacio de prudencia y construcción de cultura de la paz apelo: mientras ellos intentan destruirse mutuamente, muchos otros seguiremos convocando a la deliberación y al diálogo para rescatar nuestra vapuleada democracia.