El miércoles 10 de febrero, durante la conmemoración del 106 Aniversario de la Fuerza Aérea Mexicana, el presidente López Obrador agradeció con sinceridad la participación de las fuerzas armadas en los proyectos fundamentales de su administración pública. Tras un largo y sentido discurso afirmó, contundente: “Con estas dos instituciones, con la Secretaría de la Defensa y con la Armada, estamos sacando adelante al país”. Por si alguna duda había, ya quedó despejada: no sólo confía plenamente en la eficacia y la honestidad de las fuerzas armadas sino que las ha llevado al corazón de la operación gubernamental, en todos los planos.
La contraparte civil de los proyectos centrales de este gobierno son los llamados Servidores de la Nación, que hacen el trabajo de campo y quienes, junto a los militares, han ido recorriendo las zonas que el gobierno considera prioritarias para ir identificando, empadronando y entregando tarjetas del Banco de Bienestar a quienes esos grupos han ido considerando elegibles para cada programa. Las fuerzas armadas también han venido construyendo sucursales de ese banco dentro de los llamados centros integradores de desarrollo, donde la gente se puede acercar para solicitar alguno de los apoyos y, más recientemente, han acompañado también a los llamados Correcaminos para identificar a las personas que eventualmente serán vacunadas contra el Sars-Cov-2. Esos son los ejércitos en los que confía el presidente y a los que ha entregado la implementación de sus principales políticas públicas: los militares y los Servidores de la Nación.
El resto de la administración pública ha venido actuando, en cambio, sobre la base de una especie de tablero de alarmas: las que se van encendiendo durante las conferencias mañaneras del presidente, donde se van fijando las prioridades y se van emitiendo instrucciones sobre la marcha. Y aunque a duras penas sostienen la operación cotidiana del resto de las tareas públicas que siguen vigentes, el presidente no confía en los burócratas. Por el contrario, aun desde antes de tomar posesión ya los había estereotipado y clasificado como deshonestos e inútiles. Por eso no ha titubeado en cerrar oficinas, eliminar gastos y despedir funcionarios civiles, tanto como le ha sido posible. Bajo el lema de que “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre”, ninguna oficina pública ha quedado a salvo de los recortes. El dinero recuperado se ha ido, en cambio, a sufragar pérdidas de las empresas petrolera y eléctrica del Estado, a las fuerzas armadas y a los Servidores de la Nación.
La descripción anterior sintetiza la nueva administración pública que, en opinión del presidente de la República, consumará la así llamada Cuarta Transformación que consiste en realizar los grandes proyectos del presidente, operados por los ejércitos que responden directamente a su mando. Ninguna otra cosa ha merecido el respaldo presidencial ni el apoyo de su aparato político. Todo lo demás ha sido caracterizado como cosa prescindible, incluyendo a las universidades, a las instituciones garantes de los derechos y a los órganos autónomos del Estado, entre un largo etcétera. El gobierno de México se ha convertido, lisa y llanamente, en el gobierno personal de Andrés Manuel López Obrador.
De su parte, las fuerzas armadas están muy agradecidas por la confianza que han recibido del presidente y han asumido con disciplina castrense el alud de responsabilidades y compromisos que les han ido entregando. Nadie sensato podría pedirles desobediencia. Pero dada la paulatina sustitución del gobierno civil por otro militarizado y en campaña electoral permanente, me pregunto: ¿Qué pasará cuando termine el sexenio? ¿Serán los militares quienes continuarán la transformación que está en curso?